Callejón sin salida 

Callejón sin salida 

El Totalitarismo en curso

Por Erick Audouard-

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(Traducción Esther Galante) 

 

Se ha dicho, se dice y se dirá:   las fuerzas políticas y sociales no tienen el poder de aplacar  la angustia del hombre.   Tampoco  los prodigios de la técnica y la bioquímica o la multiplicación de bienes materiales o los productos de entretenimiento como tampoco  pueden llenar la falta que experimentamos en el núcleo de nuestro ser.  Nunca tuvieron  ese poder y nunca lo tendrán. 

 

Al no poder actuar contra la falta constitutiva de la naturaleza humana,  las instituciones cualesquiera sean,  tampoco la pueden crear enteramente.

Por lo tanto hay una buena y una mala noticia.   La buena es que a pesar de todos sus esfuerzos, debido a esta porción irreductible del hombre, su liberación auténtica no reside en los atributos del César.  Dicho de otro modo, se escapará siempre de los poderes de este mundo.

 

La mala noticia es que el totalitarismo actual no se nos impone  desde afuera, desde el exterior, en forma solapada, por medio de leyes liberticidas,  a través de medidas cada vez más debilitantes. Vayamos más lejos aún: el totalitarismo actual no es el totalitarismo de la finanza internacional ni de los banqueros, ni de las multinacionales ni de los mercaderes de la muerte.   No es el fruto de una élite corrompida y diabólica o de una conjuración planetaria del 1% contra el 99% restante. Tampoco  es el resultado de un consorcio de amos que desean alienarnos y someternos a la esclavitud.  El totalitarismo que sufrimos en la actualidad es un infierno, pero en verdad, como todo infierno su origen no está en los otros.  No es el resultado de la publicidad, de los medios, de la imbecilidad de los periodistas, de la codicia de los crápulas, la maldad de los cupidos, en resumen, de una ingeniería al servicio de Satán, sin reconocer que en efecto Satán somos nosotros.

 

Por supuesto que los Amos  existen.  Por supuesto que las élites degeneradas existen. Por supuesto que las manipulaciones existen – manipulaciones y malversaciones de gran envergadura – y la inconsistencia de los periodistas, esos loros de multitudes alcanzando en la actualidad un calibre impensado por parte de personas tan pequeñas.  Por lo tanto a pesar de lo nociva y funesta que sea, la conjugación de todos estos poderes no explica en nada la profundidad y el alcance desde ahora universal del mal que nos devora.

 

Si estos poderes tienen la capacidad de acrecentar este mal, no tienen la capacidad de producirlo.  Este mal tiene un nombre: igualitarismo, es el totalitarismo de la igualdad.  La pasión por la igualdad es una pasión fría, abstracta, desencarnada, y como lo dice René Girard, como lo decía Tocqueville, es más terrible y más demente aún que la pasión contraria y simétrica de la desigualdad. El totalitarismo actual es el totalitarismo igualitario, el totalitarismo que nos hace iguales en lugar de hacernos semejantes. Hoy el hombre es la presa del totalitarismo igualitario y por ello se escandaliza y se exaspera en luchas cada día más vanas.  Ello se debe a que en plena globalización no hay nada que lo distinga de su prójimo  por más que luche de manera encarnizada para poder distinguirse de él.  Y precisamente porque su prójimo es siempre su igual,  en algún momento será su rival.

 

De la guerra sangrienta a la guerra de cámara, del Medio Oriente a la vida de oficina, una competencia encarnizada se desencadena entre iguales. Entre los pueblos, entre  edades, entre sexos, pero especialmente y sobre todo entre iguales.   Cada uno de nosotros lo sabe, cada uno de nosotros vive su penosa experiencia cotidiana: en el trabajo, en la calle, en su casa, a toda hora, todos tenemos un vecino a quien le  resultamos una molestia y que sueña con vernos muertos.  Y este vecino tiene a su vez, en  nosotros, un vecino que lo desea muerto y que se consuela proyectando deliciosas imágenes de su horizontalidad definitiva.  Es allí donde se encuentra, debajo de nuestras narices la causa de las causas, aquella que ávidamente buscamos en el espacio de los ricos y  poderosos. 

 

Que se entienda bien: nadie dice que esté mal denunciar la usura de los ricos y poderosos.  Está bien condenar los crímenes y los numerosos delitos encubiertos, de los que aparecen culpables aquellos a quienes nos complace llamar nuestros amos.  Es bueno y justo reclamar más justicia y equidad.  Pero es una locura tomarse en serio las falsas oposiciones con las que nos inunda el mundo moderno. 

 

El mundo moderno gruñe y pululan enfrentamientos personales y a la vez ideológicos, fuente de confusiones, divisiones, rencores y mezquindades infinitas.  Y es allí,  totalitario.  Apartemos los pretextos y los alibi, retiremos los disfraces con los que el mundo moderno encubre las facciones adversarias y se verá entonces tal cual es: una universidad de la revancha y del resentimiento, una escuela de celos y de envidia, cuyos aprendices revanchistas, envidiosos y celosos se destrozan entre sí con una ferocidad mucho más violenta  en tanto y en cuanto  se revistan de un adorno moral y conceptual.

 

A medida que la vida humana se vacía de sustancia, las ideologías rivales se multiplican en el planeta como pancitos. Panes amargos, panes de viento, que estas ideologías: liberalismo y antiliberalismo, capitalismo y anticapitalismo, racismo y antirracismo, fascismo y antifascismo, europeísmo y antieuropeísmo, mundialismo o antimundialismo, etc.  Como sus antepasados, estas nuevas ideologías tienen la característica de avanzar de a pares,  de la mano  pero con rabia en el corazón, se parecen a esas parejas rencorosas que el divorcio une con lazos más estrechos que el matrimonio.

 

Desde hace algún tiempo, una de esas parejas se distingue a la vez por su innegable poder de seducción y por su irascibilidad altamente inflamable:  el sionismo y el antisionismo.  Pareja infernal, pareja maldita, explosiva y sexy, capaz de sembrar el desorden y de excitar las zonas erógenas de la cólera y el desprecio más frenético; el sionismo y el antisionismo tienen una tendencia inoportuna a sentarse a su mesa sin haber sido invitados. Tienen también la tendencia a ubicarse confortablemente en los antepechos de sus hemisferios cerebrales sin que usted haya podido comenzar a pensar.  Allí también cada uno consultará su propia experiencia. 

 

Precisemos puntualmente:   cuando digo sionismo, no hablo  de la voluntad azarosa especialmente  racional,  y no razonable, de ciertos pueblos a ponerse a cubierto de masacres  de las cuales fueron generalmente víctimas.  Y cuando hablo del antisionismo, no hablo de una crítica legítima hacia un gobierno a menudo brutal, pícaro y agresivo.  Cuando hablo del sionismo y el antisionismo, hablo de las ideologías sostenidas entre sí por una radicalidad que no sólo enmascara su profunda identidad sino que disimula el soporte de una a la otra, el acuerdo subterráneo, la complicidad dinámica que justifica incansablemente sus violencias recíprocas  y ello de la forma más natural del mundo en ausencia de toda concertación previa.

 

En este caso de representación como en cualquier otro, el sionista produce al antisionista y el antisionista produce al sionista, infaltablemente, como toda media verdad termina por producir su propia contradicción en la media verdad opuesta. 

 

A esto me refiero, al teatro demencial de nuestro tiempo,  a la comedia loca y trágica de nuestra época.  Se puede pasar la vida estudiando las relaciones de las fuerzas, o relevando sus desequilibrios reales o fantasmagóricos, haciendo geopolitica como se dice hoy en los blogs, los cafés y los salones, uno puede también indignarse de veras, se pueden sacar puntualmente y en forma sana conclusiones favorables a un partido o a otro, uno no habrá comprendido nada si no se reconoce que como en tantas otras oposiciones actuales, oposiciones salvajes, intransigentes, permanentes, venenosas, apasionadas y grotescas, cada vez más grotescas por ser cada vez más apasionadas, el sionismo y el antisionismo son las dos caras de una misma moneda: movimientos que movilizan fuerzas del hombre en las categorías estrictamente opuestas, por ende estrictamente gemelas, por lo tanto estrictamente idénticas. Y quien las moviliza entonces en vano no es sino la nada y la muerte.

 

La mayor ilusión  es creer siempre que cuanto más violenta es la opinión,  tanto  más auténtica y diferente  de la opinión que combate será.  Y el error más grande es pensar que dichas opiniones o ideologías se fundan sobre convicciones estables, inamovibles, arraigadas en principios verdaderos y tangibles.  En verdad, en el totalitarismo igualitario no hay nada más sorprendente que la facilidad con la que la sustitución opera desde un enemigo al otro. Un antinacionalista furioso se vuelve nacionalista furioso de la noche a la mañana.  No habitamos un universo donde las ideas engendran la división sino más bien habitamos un universo donde la división  es la que engendra las ideas.  

 

Hay que afirmarlo con fuerza:  más que la antigua sociedad religiosa, es la sociedad civil la que está plagada de males privados.  Son males que ella refleja, ajusta, agrava o compele, pero que de ninguna manera sabría fabricar. La era denominada democrática se ha abierto por la exacerbación de las vanidades individuales, y desde allí, éstas no han cesado de ganar terreno para producir este engreímiento monstruoso,

este sistema verdaderamente totalitario en cuyo interior, retomando la acertada mirada de Bernanos, sólo tenemos que cruzarnos los brazos esperando que una mitad de la humanidad extermine a la otra mitad con el sólo propósito de exterminar las contradicciones que la corroen. Y viceversa. 

 

Con el tiempo, el aspecto faccioso  de estas oposiciones amenaza con revelarse provocando un remozamiento del compromiso y la rivalidad. Sin embargo, se torna cada vez más difícil negar que participan del aumento espectacular de los conflictos egocéntricos en el mundo.  Es cada vez más evidente que representan la señal de una humanidad a la deriva, con pérdida total de confianza, que busca fuera de sí con rabia, con desesperación, las razones de una infelicidad cuya causa es su propia libertad.  Porque la libertad cae como un rayo sobre los seres incapaces de vivirla y asumirla. 

 

El totalitarismo igualitario es el niño monstruo de nuestra libertad. La libertad es un don que se nos otorga cada día, y cada día hacemos lo que queremos de ella. Se trata de un don único, de un bien extraordinario, un bien peligroso y a la vez potencialmente redentor, reservado a las criaturas que somos, negado a las flores y  a los insectos,  pero mientras pensemos que es un derecho que los hombres  conceden, un valor, una conquista institucional, una victoria política, económica, social, es decir, en el fondo siempre el objeto inaccesible entre las manos del otro, robado, acaparado, usurpado por el otro, la guerra de todos contra todos,  jamás  tendrá fin.  Continuaremos enfrentándonos a guerras atroces:  la guerra igualitaria de los iguales sin misericordia.

 

Es por ello que el otro nombre del totalitarismo igualitario es el callejón sin salida. Y al final del callejón, paciente, el muro espera. 

 

 

 

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