Despeñados en el ateísmo

Despeñados en el ateísmo

Si hubo, en la historia de la humanidad, una época espesa en soberbia intelectual, escepticismo y porfía, es ésta.

La legión de pensadores que abrazan el absurdo, el azar, la incertidumbre, la suspicacia y la petulancia tienen en el público una descomunal acogida. Lo mismo en la literatura y en el arte desde los comienzos del siglo XIX. Ni que hablar de los pensadores económico-políticos que sólo miran la tierra y las luchas intestinas entre los hombres.

El capitalismo atrae más de lo que se lo rechaza, y casi la gran mayoría de estos pensadores que “aparentan” despreciarlo son responsables del sistema. Están, ellos y su pseudopensamiento, encerrados en el juego superficial del lenguaje, en la elaboración de palabras compuestas e incomprensibles, de artimañas retóricas, de libros resbaladizos, de retruécanos indescifrables. Estos son: Freud, Husserl, Heidegger, Wittgenstein, Lacan, Foucault, Chomsky, Sartre, Žižek, Vattimo, Derrida, Badiou, Agamben y la tropa de bellas almas de la ponderada Escuela de Frankfurt, más otros descreídos como los surrealistas y anarquistas.

Resulta notable su facilismo para desembarazarse de las verdades que la filosofía, desde Pitágoras y Platón (por citar a dos que creían firmemente en la inmortalidad del alma y en las conductas éticas de tales creencias) siempre ha cuidado con espíritu sagrado. Era aquello que había que pensar, meditar y obrar en vistas de lo supremo al mismo tiempo que respetar lo mundano.

Parece que sus cabezas movedizas, fluctuantes, despreocupadas de consecuencias morales, se despejaron de esas ideas venerables de un solo plumazo, como si fueran piojos. Notable operación, y más notable el crédito que se les otorga como paladines del pensar contemporáneo. Es probable que tales artilugios verbales sean la causa real de que no tienen nada que decir. Que por el hombre no sienten nada. Incluso el petulante de Foucault lo dio por muerto. Vaya retórica, vaya payasada, vaya ligereza…

El último grande que prestó atención a las verdaderas verdades de Occidente fue Nietzsche quien efectivamente tuvo una real conversión y revelación acerca del hombre espiritual. Su esfuerzo, su soledad, su vida y su ostracismo del mundo intelectual de su época son la prueba que no era un mero pendenciero contra Dios. Lo respetaba más de lo que se cree. Su enorme estimación por Cristo, Buda y Pascal lo demuestran. Su desprecio por la Ilustración, la Revolución Francesa, la cuestión obrera, la democracia, los derechos humanos son otra prueba de que iba por otro camino y veía, en esos acontecimientos meramente terrenales e insignificantes, el desbarrancamiento de lo esencial en el hombre. La piedad por el hombre lo conmovió, cosa que no se dio en los pensadores posteriores quienes no cesaron de invocar a Nietzsche en cada página de sus obras como el paladín de no sé qué ateísmo del pensamiento.

Así como el nazismo se sirvió de Nietzsche para elevar el sentimiento de superioridad nacional, estos pensadores contemporáneos se sirvieron de Nietzsche para elevar su propia autoestima personal y filosófica. Entre ellos, Deleuze es el baluarte de la cita nietzscheana. No sé qué hubiese sido de Deleuze sin Nietzsche.

Kierkegaard fue otro que sabía de lo que hablaba, y no titubeaba en ver que la declinación humana iba de la mano de las distracciones terrenales. Ni Kierkegaard ni Nietzsche desdeñaron de un plumazo la teología. Al contrario, se bañaron en ella todo lo que pudieron para comprender las esencias. Y no olvidaré a Simone Weil quien con la furia de su pensar buscó a Dios hasta las últimas consecuencias.

Además de ser el siglo XX el triunfo del fascismo capitalista, es el siglo del triunfo editorial de estos ateos “que terminaron corrompiendo a la juventud”. Algo tendrán en común. Indudablemente son cómplices disfrazados de resistentes. Pero su pensar no ha conseguido nada más que ser parte de modas pasajeras. Foucault es el paradigma y Sartre el estandarte. ¿Qué han hecho? Levantar polvo para confundir con aires libertarios su propia liviandad por el hombre. San Agustín los hubiese visto con desdén y no les hubiera prestado la más mínima atención. Ni que hablar de Pitágoras. Ni que hablar de Aristóteles.

En lo fundamental se ocuparon de enaltecer a Nietzsche y hundir a Hegel. Con el primero se encendían como ante un Dios y contra el segundo se enfrentaban contra un Diablo. ¿Y Marx? También los hombres del siglo XIX y XX se encandilaron con el escriba de la Biblioteca del Museo Británico que puso su mirada y simplificó toda la historia humana en una lucha que debía terminar de una buena vez con la burguesía. Pero esa mirada fue una ilusión óptica del mismo capitalismo que pretendía enfrentar a los hombres en una lucha inexistente. La actualidad lo demuestra a la letra que nadie entendió esa lucha porque es sencillamente inexistente. Redujo todo a una cuestión económica pasando con un plumero siglos y filósofos para quienes el asunto económico era simplemente doméstico y el verdadero problema era moral, teológico, metafísico. Redujo la lucha política a la lucha política. De ese modo la encerró en sí misma y encerró a todos sus secuaces, que al ver las consecuencias del comunismo no sabían dónde meterse. Hoy algunos trasnochados pretenden releer a Marx para reformular un mundo mejor sin darse cuenta que no contribuyen a nada salvo a reunirse para hablar de las injusticias sociales.

Freud hizo otro tanto. Puso en marcha una máquina interior infernal absolutamente imaginaria. Hizo proliferar enfermedades psicológicas para adormecer al hombre en el diván de su mala consciencia e inconsciencia. Pero Sigmund se olvidó del alma humana mucho más profunda que el inconsciente. Su miopía sistemática lo traicionó inventando toda clase de tópicos del aparato psíquico, toda clase de pulsiones y trastornos para convencerse de la ausencia del alma.

El siglo XX arrasa con una peste de consumo los últimos vestigios de desesperación espiritual. Intenta una «solución final» del alma. Es una desgracia que ataca de lleno el interior más profundo del hombre, de su microcosmos divino, de su elevada inteligencia, de su verdad eterna y de su llama sagrada. Lo quiere enajenar del todo y de todo, y hasta de la tierra. Y lo hace disgregando todo lo que puede. Disgrega, al fin y al cabo, la moral, o mejor dicho la dignidad. Destruye las tradiciones milenarias, destruye la inocencia y el sentido común, destruye la infancia, la familia, la caballerosidad, la virilidad, la femineidad, en pos de “derechos a cualquier cosa”. Y la población convalida esas destrucciones a fuerza de haber perdido el fuego interior, la firmeza y fiereza del alma, la confianza en el bien y en el prójimo. Sumida en la distracción de las que es víctima y victimaria ya no entiende de sacrificio, respeto, cuidado y ansias de salvación.

Sumeria, Egipto, Babilonia, Jerusalén, Alejandría, Grecia y el vasto medioevo son para nuestros contemporáneos moneditas del pasado para la entrada del museo. Pero fue allí, en esas metrópolis, donde aparecieron los espíritus colosales de nuestra civilización. Y en esos lugares no andaban con rodeos del lenguaje, con lógicas retorcidas ni con espejismos ateos. En esos lugares no nacieron hombres para quienes había que tener derechos pueriles y caprichosos. Todo lo contrario. Forjaron valores eternos. Y eran hombres que veneraban esos valores. No veneraban cualquier cosa. Forjaban civilizaciones. Había mercaderes, como siempre los hubo, pero éstos estaban en la base de la pirámide bajo el mando de reyes notables, sacerdotes, adivinos, astrólogos, filósofos, sacerdotisas, matemáticos, astrónomos. No como en la actualidad donde reinan absolutamente los mercaderes. Y con ellos una banda de secuaces que se saben disimular con disfraces pomposos de artistas, diseñadores, escritores, poetas, psicólogos, consultores y empresarios. ¿Poetas…? Un solo verso del viejo Homero, de Ovidio, de Dante fulmina toda la obra de la gran legión de escritorzuelos advenedizos y famosos.

La ciencia se ha adueñado del Cielo para mandar naves espaciales y satélites. Ese cielo estrellado que nada tiene para ofrecerle a la ciencia. Ese cielo que no necesita de ninguna nave para llegar a él. Ese cielo blasfemado con aparatos que miden lo que los antiguos ya habían medido pero con otras intenciones. Con intenciones muy serias de eternidad. No con esta entrometida y atea pretensión de conocer por conocer. Nada que hayamos descubierto en el mundo actual con la ciencia moderna no fue descubierto por los egipcios. Nada. Simplemente hemos mejorado los instrumentos y hemos degradado el verdadero propósito.

Eso de querer conquistar ahora el espacio es la prueba absoluta y contundente de haber perdido toda esperanza en la Tierra. Ya no creemos siquiera en nuestro hogar. O tal vez nos hemos aburrido de él.

Es notable como lo hemos convertido en una basura descartable y se presume que en otros planetas encontraremos algo nuevo. No es cuestión de ir más arriba o más lejos, no es una cuestión mecánica o de kilómetros.

Seguramente el problema más grave es haber terminado por creer que somos nada más que cuerpo y que ningún viaje nos está esperando después de la muerte, porque hasta la muerte la hemos menospreciado y ya casi no enterramos solemnemente a nuestros muertos sino que los dejamos en manos de empresas fúnebres que administran y gestionan un trámite para que lo esencial se vea lo menos posible. La industria de los cementerios, una industria para “la muerte digna” es la consecuencia de una vida que ya no cree en nada, ni en la verdadera gloria ni en la funesta desgracia.

1

A todos estos despeñados en el ateísmo habría que juntarlos dentro de la Catedral de Chartres para que aprendan, vean y sientan que la luz de los vitrales ni siquiera en días nublados deja de resplandecer hace siglos ya, y que esa construcción no es hija de la azarosa estética de los arquitectos, no es el resultado del arte por el arte, no es el trazado estetizante de un estilo artístico sino el laborioso y perfecto trabajo de geómetras y arquitectos anónimos siervos del cielo y de sus proporciones divinas. Esos arquitectos sí que llegaron lejos, muy lejos, sí que se elevaron y mucho, sabiendo emplazar cada columna bien en la Tierra, sabiendo el exacto trazado de cada parte, la ordenada ubicación de las vigas y la perfecta resonancia musical para corresponder humanamente con la armonía celestial, con las aspiraciones mayores del alma y con la suprema inteligencia que lo mueve todo sin moverse.

 

Guido Mizrahi

 

Un comentario en «Despeñados en el ateísmo»

  1. Muy buena pluma Sr. Guido Mizrahi, pero su discurso revela una profunda intolerancia. Me estremece su apología del medioevo, período oscuro y en el cual se cometieron torturas y crímenes atroces (principalmente a mujeres calificadas de «Brujas»), en nombre de una creencia, Sí: CREENCIA, religiosa. De todos modos es su opinión y la respeto, pero disiento completamente. Y esta es mi opinión, aunque dudo que Ud. la respete. Finalmente una pregunta (muy acotada) para que la responda sinceramente. No para mí, sino para Ud. mismo: ¿Los problemas de salud que seguramente padeció en algunos momentos de su vida (gripe, etc.), los superó sólo por medio de la religión?
    Saludo atte.
    Adolfo Murga

Los comentarios están cerrados.

Los comentarios están cerrados.