Impromptu sobre la lectura

Impromptu sobre la lectura

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A comienzos de la década de los 80, la acreditada revista The New Yorker, fundada en 1925, me encomendó un breve ensayo sobre las razones de lo que—según el editor a cargo Ben Hullinstone— estaba produciéndose como fenómeno, sin precedentes en la historia, que llamó “lectores de escasas líneas”.

Discutimos es caso durante meses. Reconozco las dificultades que tuve para hacerme de ese concepto una idea adecuada, como diría Spinoza. Hullinstone se refería a que “empieza a gestarse una extraña manera de leer que inevitablemente provocaría a largo plazo un profundo cambio en la civilización occidental, con repercusiones similares a cuando se inventó la escritura”.

Yo no podía al comienzo de nuestro intercambio dimensionar esa formulación, que confieso con vergüenza, me parecía desmedida. Insistía en preguntarle por qué…y la respuesta era siempre la misma: “Es por eso que le he solicitado un ensayo al respecto. Lo mío es apenas una hipótesis. Le ruego que madure la idea e intente plasmarla por escrito. ¿O acaso no se percata que la lectura rápida y de escasas líneas se extiende en los dispositivos electrónicos, que los libros tienen solapas que, a veces, resumen una novela, que la  sola sinopsis de un film puede llegar a no necesitar verlo, que los mensajes de texto…etcétera? Fastidiado me repetía, «etcétera Mizrahi, etcétera…»

 

Las ideas pueden ser ideas, o de hecho lo son, pero una cosa es que lo sean en cabeza ajena y otra en la propia.

Meses tuve que silenciarme para ya no molestar al editor y ponerme a escribir ese ensayo.

Cuando finalmente se lo envié, Hullinstone no sólo me felicitó sino que me invitó a pasar unos días en su mansión de Boston para “darle los últimos retoques”. Allí conocí a su familia. Pero no fue su familia—una familia más— sino el mayordomo quien despertó en mí el más vivo interés ya que Mr. Porter, así se llamaba, leía todos los artículos que estaban por publicarse, y era como un especie de editor de las sombras, ignoto por el mundo intelectual. Un lector especial. Por supuesto que discutí con  Hullinstone largas horas, pero fue con Porter con quien, en dos palabras, corregimos lo esencial. Y cuando digo lo esencial digo la esencia misma del ensayo, o la substancia o como quieran llamarlo. Fue él quien percibió mi error de comprensión del fenómeno de “lectores de escasas líneas”. Fue mientras lustraba el auto del dueño de casa, que profirió unas pocas pero precisas palabras que, como caídas del cielo eterno, me hicieron reelaborar todo esa noche y entregarle a  Hullinstone la versión definitiva. Lo que más me extraño es que Hullinstone no se percató del cambio sustancial. Ya me había prevenido Porter que su patrón no iba a notar nada. Y eso que estábamos tratando de un cambio en la civilización occidental…en un garaje donde había tres automóviles de lujo y ese hombre desconocido, no sólo para el mundo, no sólo para los escritores del mundo, sino que iba a pasar inadvertido por la posteridad si la tesis que yo publicaría alcanzara el éxito esperado. Porter se rehusó a que lo citara. Lacónico me murmuró “es cosa suya, es cosa suya”.  Cuando le insistí me dijo “mire Mizrahi, las cosas se han invertido…o pervertido, como usted quiera, hace años que trabajo con Hullinstone como mayordomo y siempre me ha consultado sobre las publicaciones. Este es un caso especial, demasiado relevante, Mizrahi. Imagínese que tuviera razón, piense en los alcances del artículo, en las consecuencias sobre los miles de escritores, sobre las editoriales…el último triunfo de la humanidad sobre la ignorancia. No quiero verme implicado. No es un ensayo sobre Joyce o Proust…es un ensayo sobre un nuevo modo de lectura y las consecuencias futuras. ¿Dimensiona Mizrahi?”

Confieso que me temblaron las piernas mientras subía al despacho del editor. Sobre el escritorio apoye las pocas páginas. Porter me sugirió que fuera más al grano, lo que me obligó a retirar toda la introducción de unas 20 páginas.  Fue ahí que Hullinstone pronunció las palabras definitivas: “mañana se imprime tal cual”.

Cualquiera de ustedes se preguntará a esta altura cuál fue el aporte de Porter. En pocas palabras y para que se entienda bien conviene que resalte el párrafo que, sin tenerla, lleva la firma secreta de Porter.

Dice así: “Entiéndase por fenómeno de “lectores de escasas líneas”  un progreso radical de la humanidad cuyos efectos serán similares a la invención de la escritura. En los albores de la escritura se denominó protoescritura  a los símbolos ideográficos o mnemónicos que suministraban información, sin contenido lingüístico, es decir signos elementales, muy sencillos,  como la escrituras  egipcia,  la protocuneiforme sumeria y cretense. A finales del siglo XX, los seres humanos están, sin percatarse del todo, asistiendo a la protolectura que, en un par de siglos, producirá un impensado modo de lectura. La razón por la cual empiezan a aparecer estos “lectores de escasas líneas” se debe fundamentalmente a que hemos pasado de una lectura “excesiva” a una “escasa”, es decir, la humanidad lee menos no por haber perdido  el interés sino por haber desarrollado medios y dispositivos que requieren símbolos ideográficos que condensan en su concisión lo que antes requería de páginas y páginas. Balzac es el perfecto ejemplo. Balzac, por no tener la capacidad del lector de escasas líneas se sumió en una labor de una ineptitud absoluta. No tuvo la inteligencia suficiente de imaginarse en qué iba a devenir la lectura. Equivocó el camino. Está a la vista que sus obras se leen poco o nada. El protolector de nuestros días es apenas el paso anterior al nuevo lector del futuro, quien, por obvia razón que no cabe explicar, obligará a reformular la escritura o, más profundamente, a hacerla desaparecer. Y lejos de ser un retroceso—sólo los conservadores pueden tener opiniones de ese calibre— será un avance sin precedentes”.

 

Antes de encontrarme con Porter mi tesis era la contraria. Yo había formulado que “el lector de escasas líneas ponía en peligro la civilización.»

Pero no, al contrario, es la única manera de “volver a escribir”, es la gran posibilidad de nuevos escritores de la envergadura de Homero, Dante y Shakespeare, que ciertamente escasean hoy en día, no por déficit sino por superávit justamente de los “lectores de escasas líneas”. Obviamente no escribirán la Odisea o la Commedia, de las que ya nos hemos percatado de la recargada cantidad de páginas y palabras sino obras más perfectas, sin tantos adornos inútiles y, lo que es más importante, sin hacerle perder tanto tiempo al lector del futuro quien estará ocupado en tareas que ya se vuelven cada vez más esenciales: la ecología, la dieta, las comunicaciones, la salud, el deporte, por mencionar algunas ocupaciones que permitirán que vivamos cuantiosos años, ya con la esperanza de que millones de vidas humanas alcancen o superen los 100 años de vida. Es cierto que las obras maestras de antaño tenían una razón de ser: se sabía poco y había que aprender mucho. Ahora que ya sabemos mucho, ahora que nada se nos escapa, ahora que cualquiera accede a todos los conocimientos desde su computadora… ¿para que perder el tiempo? Así como antes se demoraba años en llegar de un lugar a otro y ahora con un avión se llega en horas… ¿para qué serviría viajar en carreta? ¿Para qué perder tiempo viajando al teatro para escuchar una ópera si con un click uno puede escucharla en su casa en pantalla grande? Entonces para qué leer tanto si ya logramos conocer lo que esos grandes escritores —sin ofender la belleza de sus obras—apenas conocían.”

 

Porter me dijo antes de despedirlo: “se escribía y se leía mucho por la ignorancia que dominaba el mundo. Esa docta ignorancia—como la llamaba Nicolás de Cusa—fue el motor. Ahora navegamos viento en popa, habiendo dejado detrás una civilización que no tenía acceso a nada”.

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