Dios

Dios

La casa de Dios se me incendió hace años junto con mi cráneo, y al estar desposeído a la vez de santuario y de pensamiento—desde temprana edad—, fui errando por departamentos amueblados (patrimonio de mis padres), habitaciones menores, un chalet en Hudson, prostíbulos, circos y teatros, salas de conferencias vociferando filosofía, hasta terminar en este séptimo piso de una de las avenidas más transitadas de la ciudad, enlutado, taciturno y solitario. También estuve algún periodo encerrado en hospitales psiquiátricos a causa de una imprecisa enfermedad mental. Todavía no conozco la cárcel ni el cementerio.  

Constantes depresiones me hicieron conocer los pozos ennegrecidos de la materia cerebral, los descensos infernales que algunos describieron, los sótanos de la putrefacción, etcétera.

Así es como mi existencia transcurrió casi siempre por lo bajo. Durante esas estancias lúgubres, el silencio de mi alma fue sepulcral. No despegaba los labios salvo para saciar el hambre, la sed y la tos.

 

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