Dios & Ruleta
Dios, dicen, sabe todo. Pero no del mismo modo que yo sé. Sabe el estado de la uña del meñique de todos los carniceros del mundo. Sabe si la próxima copa está envenenada o no. Sabe desde la eternidad porque no pudo haber un momento en que no sabía. Sabe del perfume de mi mujer pero no como yo lo sé. El asunto está ahí: Dios juega con un modo del saber sin haber tenido que aprender nada. Yo habiendo tenido que aprender. Yo debo sentir el perfume. Él ya lo sintió antes de que mi mujer se lo ponga en el cuello. Y sabe cómo termina la noche. Todo. Pero de otro modo. Entonces ahí está el punto. Si un jugador estima en más de lo justo a su contrincante está perdido de antemano. Si lo estima en lo justo, aún tiene posibilidades. Pero si sabe que puede hacerle una jugada que desconoce, entonces puede ganar. Dios, en definitiva, sepa desde la eternidad todo o no, exista o no, no es mi problema. Mi problema es mi mujer y el efecto de su perfume sobre mí. El saber de Dios en nada le sirve para esa noche, aunque sepa cómo terminará. Y así para todos los casos. Dios sabe de Mozart como de Hitchcock tanto como del verdulero y su amante. Todo. Cada detalle…hasta el mínimo pliegue de la sábana donde va a caer muerto esa noche el verdulero en manos de su esposa. Si es así, Dios juega con otras cartas otro juego que yo desconozco por completo. Pero a Él le sucede lo mismo con respecto a mí. No sabe mi modo de saber. Algunos dirán que incluso lo sabe. Pero es imposible que sepa de mi modo porque en un momento yo no sabía y aprendí. Dios no conoce ese proceso. No puede conocerlo como no puede conocer la emoción que súbitamente me provoca que mi mujer me sorprenda con un nuevo perfume esa noche. Es ahí donde afilo mi cuchillo y cara a cara me le pongo. ¿De qué te sirve saberlo todo? Responderá que es asunto suyo. Lo mismo responderé si me interroga a mí. De manera que hay que entenderlo así: cada uno en mesas separadas juega a la ruleta. Dios sabe, en su mesa, el número. Apuesta, o finge que apuesta. Yo apuesto sin fingir, con esa sensación que Dios no sabe. Ya lo tengo agarrado del cuello. Ahora sale su número. Finge haber ganado, pero no puede estallar en emoción. Si sale en la mía, yo sí salto de emoción verdadera. Ahí lo tengo contra el piso. Dos veces ha fingido. Yo he temblado dos veces, al apostar y al ganar. Dios va a la caja a cobrar. Se lleva un dinero que en verdad no es lícito. Yo me lo llevo lícitamente. Ahí lo espero a la salida y lo rebano en dos partes. Y me quedo con la bolsa de dinero sin denunciarlo. Pero claro, dirán…Ud. lo trajo a jugar a nuestra cancha. ¿Por qué no juega en la suya? Entonces voy. Muero. Entro a su cancha. Y lo triste es que allí no se juega a nada. Lo triste es que he olvidado todo. Ni siquiera tengo la sensación de esperar nada. No la puedo tener. En la eternidad, sea negra o blanca, no hay espera. No puede pasar nada. Si pasara algo, es que se mueven las agujas del reloj. Allí nada se mueve. El problema es que ya no puedo volver a mi cancha. Ni siquiera puede mostrarme ese cuchillo ni el perfume de mi mujer. Nada puede mostrarse pues todo lo que se muestre implica tiempo que no hay. Entonces Guido, ¿a dónde querés llegar? A que de local lo he dejado salir del casino y que de visitante no puedo volver. Eso no es justo. Es una insolencia de una pedantería imperdonable. Es una burla. Es una estafa. Por lo tanto, por el momento no tengo más que decir: Dios es ese tipo que se burla descaradamente de todos los que entran en su juego. Yo no entro. 500 pesos al negro el 11 por favor.