
«EL ESPANTO BOUTIQUE»
«EL ESPANTO BOUTIQUE»
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas,
que sois semejantes a sepulcros blanqueados:
por fuera parecen hermosos,
pero por dentro están llenos de huesos de muertos y
de toda clase de inmundicia!» Mateo 23:27
Desde hace décadas entramos de lleno en la época donde todo está permitido en nombre de la escritura. Aquellos que antes se envolvían en pieles sutiles para ocultar su ambición literaria, ahora actúan a cara descubierta, con la audacia de quien no teme nada. Son los adalides de la desvergüenza brutal, donde el mal se proclama y se publica.
Estamos ante la misma hipocresía de siempre, esta vez unida al descaro: ya no se oculta nada. El antiguo hipócrita se hacía pasar por virtuoso para disimular sus vicios. La máscara de la virtud era necesaria para sobrevivir, pero en este mundo despojado de escrúpulos, no hay máscara que portar ni siquiera hace falta disimular.
Antes se mentía, sí, pero mentir implicaba reconocer, aunque fuera en silencio, que había una verdad que ocultar. El hipócrita reconocía mejor que nadie la verdad y, además, como ninguno, poseía el arte del disimulo. Era todo un diplomático cuya embajada tenía la apariencia de una mansión que por dentro estaba podrida. Era un sepulcro blanqueado. Derrochaba latas de pintura para seguir adelante con su vida.
Ahora el que dice la verdad tiene que hacerlo con disimulo por temor a que lo linchen. Tiene que servirse de la comunicación indirecta para sobrevivir. A esa clase de comunicación se vio obligado Kierkegaard para escribir gran parte de su obra. Utilizó seudónimos para decir la verdad en una sociedad dominada por la mentira. Denunció la hipocresía de su tiempo como una forma de blanqueamiento espiritual.
A las antípodas de Kierkegaard, y gran precursor de estos nuevos descarados, está Nietzsche. Glorificó el mal sin culpa. Fue el precursor de la desvergüenza. Poco después Jean-Paul Sartre terminó cayendo en cierta apología del cinismo. Y Georges Bataille convirtió la perversión en estética. Hasta ese momento eran pocos, pero estaban dando pasos temerarios en la literatura. Ya no defendían ninguna verdad. Sus obras eran la devoción misma del mal que nuestros jóvenes escritores terminaron por adorar.
Los «escritores actuales» saben que no tienen nada que disimular. Ya no necesitan pintar el sepulcro porque tienen el vientre blanqueado. Sus obras se permiten mostrar la podredumbre a la luz del día. Y no tienen problema de hacerlo descaradamente. En sus obras, retratan el mal con orgullo, con la cabeza alta, y lo presentan como el camino que los hace dignos.
Ya no se escribe para denunciar la mentira. Se escribe desde adentro de la podredumbre. La literatura contemporánea más feroz no busca otra cosa que la perdición. Ha dejado de lado cualquier pretensión de justicia o enseñanza. Con la minuciosidad de un entomólogo diseccionan una rata muerta. Cavan en lo más hondo de los cuerpos deformes, de las relaciones desequilibradas, de las perversiones cotidianas, como quien desgarra una herida sólo para comprobar que aún supura.
La crudeza es una estética. La sangre, el abuso, la enfermedad mental, los cuerpos rotos, los deseos desviados, las maternidades odiosas, los vínculos que nacen ya corrompidos: todo eso no sólo se describe, sino que se celebra. El dolor no busca consuelo. El espanto no conduce a ninguna transformación. El lenguaje no se modera ni se disculpa. Es una prosa sucia, desequilibrada, plagada de escenas insoportables. Lo ominoso se ha vuelto normal y natural. Niñas que se arrancan los dientes, adolescentes que aman a su verdugo, mujeres que odian a sus hijos, amantes que buscan ser poseídos hasta la aniquilación, y todo se cuenta con una frialdad y un delirio que arrastra. El horror ya no viene de fuera; brota de las casas, de las camas, de las familias. No se combate; se lame.
Este tipo de escritura no quiere salvar a nadie. Ha renunciado a toda esperanza. No hay justicia. No hay castigo. El mal no es problema: es método, es forma, es goce, es pura estética sucia. Por eso mismo, se vuelve adictiva. No ofrece nada más que el mal como rutina estética y centro de gravedad. Escriben con la audacia impúdica que celebra el daño como si fuera una conquista, un «acto de libertad poética».
Y lo más terrible, lo que realmente hiela el alma, es que en esta perversión abierta ni siquiera hay culpa. La culpa tenía su seriedad, su peso, su forma de enseñarle al hombre que los actos y las palabras se cobraban caro. Destituida la culpa de sus «funciones», los que escriben se deleitan en la ruina de los demás. Desbarrancan a los lectores y los someten al infierno sin ninguna preocupación.
Son los premiados, los aplaudidos, los eternos finalistas del Booker, los príncipes del cuento enfermo y la novela rota. Escriben con bisturíes desafilados y les fascina abrir cadáveres. Les encanta ensuciar el papel. No hay en ellos una sola línea de salvación, ni una pizca de piedad, ni un chispazo de belleza que no venga recubierto de larvas.
Uno muestra niñas que desaparecen entre la mugre de un barrio olvidado, otra pone a madres que odian con precisión a los hijos que parieron como si fueran piedras. Todos saben retratar lo oscuro, sí, pero lo llevan metido en la retina como un tumor: no pueden ver otra cosa. Lo empaquetan como moda. Narran el mal con pulso firme, no por valentía, sino por frialdad. No les tiembla la voz porque no sienten nada: operan con la indiferencia de maquillar una y otra vez un cadáver.
Dicen que son brutales, pero sólo hasta donde el mercado soporte. Les gusta que el lector se sienta mal, pero no demasiado mal como para cerrar el libro sin recomendarlo. Todo está calibrado para el espanto boutique: el horror justo, la dosis exacta de abyección, el grito medido para que no arruine el diseño. Son los verdaderos desquiciados del lenguaje, pero domesticados; lobos que aúllan con subtítulos, salvajes con curaduría. Escriben desde el showroom del dolor.
Los premiados reinan. Están en la cima del cadáver. Y encima sonríen en las entrevistas.
Digamos quiénes son: Mariana Enriquez, Samanta Schweblin, Fernanda Melchor, Cristina Morales, Mónica Ojeda y Gabriela Cabezón Cámara.
© Guido Mizrahi, Buenos Aires, Argentina