-¿La Vida es una joda, no?

-¿La Vida es una joda, no?

Ayer se me fue para siempre uno de esos seres queridos que marcaron mi infancia. En esta foto está abrazando a su marido quien también me marcó. Eran mis tíos.
ANA MATILDE GALANTE
Todo pasa muy rápido, sobre todo las últimas horas cuando ya sabíamos que nada se podía hacer. Era el día de su cumpleaños. 70 años exactamente y estaba recostada esperando el final.  El sábado a la noche fui a verla, el domingo a las 21.55hs murió. Ese sábado todavía estaba lúcida y como ya sabía que se estaba muriendo la conversación era sincera y directa. La enfermedad avanzaba sobre sus pulmones; el aire que le entraba a la sangre era cada vez menos. Un respirador le mandaba con fuerza más y más aire. Cuando llegué al costado de la cama estaban mis primos, sus hijos. Ya habían asumido que el fin era inevitable. Entonces esa última conversación era franca, sin miedo, sin vueltas. Ella respondía con sus ojos y con sus manos. Hablar no podía. Me le acerqué al oído, le dije algunas cosas, le pregunté otras y me iba respondiendo. Le pregunté si tenía miedo. Me dijo que no. Le pregunté si había hecho en su vida lo mejor que pudo. Me dijo que sí. Le pregunté si estaba lista para irse. Levantó el pulgar. Le dije que había sido como mi segunda madre. Movió la cabeza afirmándolo. Le agradecí todo el afecto que me había dado. Me miró fijo. Entonces hice memoria y comencé a mencionarle lo que recordaba de mi infancia con ella. Me miraba. Sobre todo le recordaba las salidas en auto los fines de semana que nos íbamos de joda, junto a mis hermanas—desde los 4 años—en paseos que no tenían nunca un destino fijo. Fueron esos momentos de felicidad absoluta donde podíamos estar todo el día en el Italpark y terminábamos en Pumper Nic a las 12 de la noche. Eran esos fines de semana enteros yendo de aquí para allá sin importarnos nada, jugando a las cartas, a los dados, yendo a la pileta, comiendo hasta 5 helados, comprando juguetes, visitando a sus amigos…eran esos momentos donde nada importa y todo vale. Como manejaba muy bien, los momentos dentro del auto eran intensos y veloces. Y como el auto era un Fitito y adentro éramos como 7 la cosa era más intensa todavía. En fin, era esa libertad que no encontraba en mi casa con mis padres y ella me la daba sábados y domingos. Muchos. Muchos fines de semana. Una suerte de droga de afecto, locura, felicidad, gastando plata en lo que fuere, sin saber dónde íbamos…pero eso no importaba. No había planes. No eran salidas al teatro o al cine con una tía y después a casa. No. Era pura aventura al azar. Ninguna formalidad. Eso me marcó fuerte. Que había otra vida. Que había un Fitito veloz esperándonos en la puerta de casa y que al entrar empezaba la buena locura del fin de semana. Ella no tenía hijos todavía y nosotros éramos como los suyos por un día entero o dos. Viajábamos en el puro delirio sin importarnos nada. Todavía conservo ese delirio de la infancia y a ella se lo debo. Era, como dije, una droga de afecto porque en cierta medida esos fines de semana entrabamos en una alucinación perfecta. Cuando nacieron sus hijos, Lucio y Sol, tomé las riendas de esa locura y empecé a aplicarla con ellos. Después cuando nacieron mis hijos la apliqué con ellos. Pero nunca pude igualarla. Imposible. Le mencioné otras cosas más que recordaba, la besé en la frente y le hice una última pregunta bien cerquita del oído.


-¿La vida es una joda, no?


Y levantó los dos pulgares y los movía para arriba, para abajo, para los costados. La miré con una sonrisa y salí al pasillo riéndome. Así me despedí de mi tía Ana.




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