
LOS CÓMPLICES IMBÉCILES
LOS IMBÉCILES ARTIFICIALES (IA)
&
LOS CÓMPLICES IMBÉCILES (CI)
Tengo que advertirle a mi lector que a pesar de usar el plural, no debe, bajo ningún concepto, sentirse identificado.
Son bastante inteligentes, y es ese bastante el que termina haciéndolos imbéciles. Una inteligencia bastante refinada que lleva a la pedantería. Pero la pedantería en nuestros tiempos es lo de menos. Están armados de una información cancerígena, gangrenosa, pestilente. Se van metiendo como ratas en todos los rincones porque tratan con ratas cómplices. Saben seducir muy bien, y atormentan tanto como los atormentados lo soportan. Los cómputos y los cálculos de todas las cosas están entre sus manos fraudulentas gracias a las nuestras. Tienen a los banqueros como secuaces, y el dinero es su fin último porque también es el nuestro. Es la mafia que por fin ha salido de la clandestinidad y la veneramos. Ofrece la más deliciosa adicción porque nunca hemos sido tan adictos. Estimulan el alma para canibalizarla porque somos oportunistas. Para hacerlo, estafan a la luz del día, porque hemos llegado a la conclusión que nuestras vidas deben ser estafadas; de lo contrario sus existencias ni las nuestras no tendrían sentido.
Pero cuando la bastante refinada inteligencia tiene tanta penetración es porque en el fondo les sobran los penetrados. En muy poco tiempo se han apoderado del alma de los hombres porque hemos dejado el alma de costado para costear otras cosas. Rastrean sentimientos, persiguen recorridos, trituran y mastican toda clase de información, atosigan con publicidades, acosan e importunan a cada hora gracias a nosotros… Son los maestros de la tortura moderna, de la tortura anónima. Tenemos los verdugos que nos merecemos. Ay de los viejos verdugos y de las viejas torturas. Las han perfeccionado a tal punto que pasan silenciosamente inadvertidas. Cada alma que nace es acaparada en su totalidad. No hay resquicio donde no estén presentes. Lo quieren todo para sí: esa es su inteligencia, la única que tienen. Y encima han estudiado para ello. Nos han fabricado espléndidos Caballos de Troya para ingresar en todas las ciudades, en todos los pueblos, en todas las naciones, en todas las casas, y al fin, en todas las almas. Qué cruzada la de estos refinados. Se lo hemos permitido, y con ese permiso todas nuestras desgracias. La gran tecnología que funciona como un reloj perfecto que nos da la hora de todas nuestras ilusiones y el ritmo de nuestros pasos. Nos da la música, los libros, los pensamientos, los vicios, los placeres, los entretenimientos, los viajes, los hoteles, los espectáculos, las entradas, la educación, la divulgación, las imágenes, los trabajos, las opiniones, las estadísticas… Es una caja de Pandora sin ninguna esperanza.
Todos parecen genios, pero cuidado: son imbéciles que han descubierto su inteligencia en la imbecilidad. Pero cuidado, somos sobre todo cómplices que le hemos dado títulos, que los hemos consagrado, idolatrado, adorado, ensalzado, celebrado y hasta hemos llegado a respetarlos. Sin duda porque somos tan imbéciles como ellos. La complicidad se ha adueñado del mundo.
Proporcionan toda la información a costa de nuestra sangre y de nuestra pobreza. Teníamos que estar demasiado enfermos para aceptar el regalo, y qué regalo. Han programado exhaustivamente la publicidad y la propaganda de manera muy sofisticada. Van contra la humanidad. En el fondo van contra todo, porque no quieren dejar nada real en pie. Son pálidos y quieren empalidecerlo todo. No quieren que quede una pizca de realidad dando vueltas. Y nosotros patrocinamos, cooperamos, contribuimos como imbéciles que pagamos impuestos.
Escupen el pasado y destruyen el presente. Sus ojos ciegos miran alucinados el futuro, porque es lo único que ven, porque es lo único que venden. ¡Ay del futuro! Si antes el mundo se movía por el dinero, ahora se mueve por el futuro, moneda corriente que manejan estos imbéciles. A cada imbecilidad la llaman innovación, y nosotros cómplices, coro de imbéciles, nos regocijamos ante el triunfo del futuro. Indudablemente venimos tragando demasiada basura hace siglos. Todo esto tiene una historia. La historia de lo falso y la historia de la ignorancia ha sido sustituida por este futuro prometedor. Vivimos envenenados en el más astuto de los venenos. Ninguna peste ha azotado tanto a la civilización, y sin embargo se la vive como una fiesta. Ni siquiera podemos hablar de algunos pocos que sobrevivan a la estafa internacional. Cualquiera que se arriesgue a un propósito contrario será inmediatamente defenestrado, aislado, deportado, destrozado. Conocen demasiado bien sus instrumentos de tortura. Torturan desde la primera hora del amanecer, durante todo el día, a lo largo de toda la noche. Los cómplices confiesan todo. No les queda vida privada que no confiesen. Es así como nos tienen inmovilizados. ¡Qué bien que nos tienen entrenados! ¡Qué bien que nos tienen mansos! ¡Qué bien que nos tienen atados de pies y manos! ¡Qué bien que hemos comprendido y aprobado la tortura! Y a medida que nos torturan nos van degradando y denigrando sin que podamos advertir las consecuencias porque hace tiempo que las consecuencias no nos importan más. Teníamos que estar bien preparados para confesarlo todo a unos imbéciles a quienes solo les importa «nuestro futuro», a ellos y a nosotros. Ni la rabia ni la furia puede contra ellos. Cuántos rabiosos gritamos en sus propios canales, en sus medios, en sus instrumentos, en sus plataformas… Cuántos rabiosos escribimos en la trampa de sus programas. «Que griten nomás, pero que griten dentro de nuestras plataformas», y es así como el grito se vuelve publicidad y dinero. «Que canten canciones de amor con tal que generen odio» La violencia les da plata, la plata les da poder, y con el poder nos venden «su futuro». Y compramos al precio que sea con tal que sea auténtico futuro. Ese es su espíritu mesiánico y el nuestro, espíritu que sobrevuela la historia pero que ahora se hace realidad. Ya no conocemos más que el programa que nos hace trabajar día y noche como adoradores complacientes de estos nuevos mesías. Qué importa vivir, respirar, existir, si el programa lo hace por nosotros. Los campos de concentración numeraban a los concentrados, pero estos imbéciles no necesitan de campo de concentración porque el mundo entero se volvió uno totalmente concentrado. Han conseguido acaparar toda nuestra concentración. Nos tienen adheridos a sus esplendorosos monopolios como moscas que caen en la telaraña y ya no pueden moverse más. Son los maestros del fanatismo y han hecho de todos y de cada uno de nosotros un fanático impotente. Y no hay nada peor que un fanático impotente, desmoralizado, descorazonado y bien desalmado. Cómplices agobiados cuya única razón de ser es estar al servicio del chismerío universal, del odio recíproco, de la alienación denigrante, de la irrealidad total. Nos hemos vuelto infames y viles, cobardes y estúpidos. Todo es tan delirante que es difícil de creer, pero nunca hemos creído tan firmemente en el delirio. Hemos entregado nuestras vidas por el delirio. Hemos ofrendado nuestras vidas para ser los más perfectos esclavos que ni el más atroz esclavista hubiese imaginado. Que entusiasmo juvenil por la esclavitud, que desenfreno para criar a nuestros hijos en la más absoluta ficción, qué estrechez mental para entregar nuestras manos y dedos a unos aparatos mezquinos y sórdidos.
Ya no tenemos nada en común porque hemos terminado por adorar nuestro anónimo aislamiento. Estamos más entrenados que nunca para vigilarnos, controlarnos y ser perfectos policías de nosotros mismos.
Ya no es necesario empuñar el puñal; solo basta con el índice anónimo y pueril para matar. La más colosal traición a nosotros mismos ocupa el lugar de todos nuestros vicios.
Ay de aquellos tiempos malvados de la colonización. Hoy es un hecho absoluto extendido a todos los pueblos: el yugo implacable de la colonización material y espiritual cuyos amos se esconden y cuyos esclavos se deleitan trabajando como nunca, y trabajando gratis, como yo. Tuvimos que habernos convertido en carroña para que nos despedacen sin piedad. Tuvimos que habernos convertido en seres despreciables para que nos sometan con el más siniestro totalitarismo. Para estos imbéciles programadores somos seres repugnantes porque nos hemos vuelto repugnantes para nosotros mismos. Pero en el aire revolotea un espíritu festivo en una fiesta que ya no es absurda sino funesta y nefasta. Estos imbéciles saben que las cosas que fabrican funcionan en un cuerpo gangrenado y podrido. Estos imbéciles saben que sus programas funcionan en el interior de un alma perversa e infectada. Son mucho más obsequiosos de lo que creemos. Tienen toda clase de delicadeza para ofrecernos, porque un alma viciada se inclina a lo delicado, fino, sofisticado, habiendo perdido por completo su sustancia verdadera. Nadie compra lo falso si no está ya falsificado por dentro.
Cada programa de estos imbéciles extiende la podredumbre y aspira a la descomposición de todo hasta que no quede nada de real. Hay que corromper íntimamente, interiormente, bien adentro, y que el pus termine por infiltrarse en el último hueso para que del hombre no quede nada. Demasiada inteligencia imbécilmente artificial, bien informada, bien anónima, bien dispuesta a dar la vuelta al mundo, bien feroz para callarlo todo, bien intima para arrancar el último suspiro vital.
Deberíamos llamar este procedimiento la eutanasia informática, cibernética, digital, limpia, discreta, austera, y sin embargo la más promiscua y escabrosa de todas. La obscenidad alcanza su punto culminante cuando la inmoralidad se recubre de un barniz sofisticado, y donde el mal es el remedio para todas las groseras y sórdidas aplicaciones que nos venden porque somos compradores decididos de la impudicia.
En un comienzo estos imbéciles programadores no se esperaban tales triunfos, y hoy, sentados en sillones de oro en edificios de alturas inimaginables, ven debajo arrastrarse hordas de cómplices, hinchados de entusiasmos, entonando canciones, desconcentrados completamente, tambaleándose porque no miran alrededor, peor que los borrachos, más ciegos que los ciegos, peores sordos que los sordos, y mudos como nunca los hubo. En el fondo están aplastados como insectos que agonizan, pero hasta eso los entretiene.
«Tenemos que sacarle todo el jugo posible, es el momento, es el instante, es la hora en que todos andan distraídos. No tienen la mínima idea de lo que está pasando». De eso hablan en sus reuniones y en sus congresos a la vista de todos porque saben que ya nadie escucha ni piensa. «Los tenemos bajo el yugo del silicio y ellos lo adoran», se dicen a sí mismos con muecas de payasos.
Y las razones de todo esto son profundas, más que el océano más profundo: estos insectos, ellos y nosotros, han claudicado a todo, han dejado de defender todo lo bueno, todo lo sano y todo lo real, han perdido el sentido común, han despreciado la inteligencia, han arrancado la seriedad del mundo, han cometido el peor de los crímenes, se han vendido por completo. El valor de un insecto real vale más que ellos y nosotros. A ningún precio volveríamos a nuestras viejas tradiciones. A ningún precio volveríamos al hogar, a ningún precio volveríamos a ser fieles a la verdad, a ningún precio volveríamos a comprar el gusto y el sabor de la vida real. Nada que no esté dentro del aparato nos interesa. Como buenos cómplices vivimos y respiramos de la indiferencia que hemos encarnado estos años, y nos falta poco para que las máquinas terminen por desmembrarnos y despedazarnos como piezas insignificantes de un basural cualquiera. Pero ni eso nos importa con tal de tener en nuestras manos la próxima veleidad. Ni siquiera somos vanidosos ni lujuriosos: somos estúpidos cómplices de las máquinas a las que les exigimos todo porque ya no somos nada.
Me quedo corto si llamo a esto impostura o estafa. Ni siquiera es desidia o negligencia. Y menos una decisión tomada. Es una cobardía universal la que se extiende en cada uno de nosotros. Han venido a allanar el alma y lo han conseguido gracias a nuestra complicidad. Hace rato que nos venden el progreso, pero ya resulta viejo hablar de aquel pequeño monstruo falso. Estas horas son peores: nos estamos vendiendo al precio de ratas, ni siquiera a la de esclavos. Ratas con las que prueban sus programas, pero ratas que pagamos cualquier precio con tal de estar bien adornadas, pulcras y elegantes.
Hace siglos que algunos pensadores han introducido la sospecha acerca de las tradiciones de Occidente y con esa astucia han horadado el alma. Han vendido manifiestos e ideologías y se ha pagado un precio muy alto, masacres como no las hubo nunca antes. Ahora hemos pasado a un estadio superior de la sospecha. Somos creyentes fervorosos de las certezas más estúpidas. ¡Quién lo hubiera imaginado! Recalcitrantes incrédulos que rechazamos las raíces para quedarnos colgando de unas ramas defendiéndolas con más furia que los monos. ¡Quién lo hubiera pensado! Recalcitrantes defensores del porvenir contra todo lo pasado ahogados en el gran futuro de las ratas.
Mientras tanto estos imbéciles nadan en aguas puras, en las piscinas de sus mansiones de Silicón Valley, y nadan gracias a que nos hemos vuelto peor que ellos.
© Guido Mizrahi, UN CÓMPLICE, en Buenos Aires, Argentina, 2023