CONVERSACIÓN CON GOGOL – Autor del cuento «La Nariz»

CONVERSACIÓN CON GOGOL – Autor del cuento «La Nariz»

«LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL»

 

 

CONVERSACIÓN CON GOGOL

 

Autor del cuento «La Nariz»

 

PORTER: Podría decirnos la fecha exactamente. 

GOGOL: El 25 de marzo.

P: ¿Dónde?

G: En San Petersburgo.

P: ¿Y de qué estamos hablando?

G: De un suceso de lo más extraño.

P: Menciona a la esposa de Iván Yakovlievich y que no trataba bien a su marido. ¿Cómo se refería a él?

G: Como al «muy tonto».

P: Puede decirnos qué sucedió ese 25 de marzo en casa de Prascovia Osipovna, esposa del barbero Iván Yakovlievich.

G: El barbero se había despertado bastante temprano, reparando al punto en el olor a pan caliente. Incorporán­dose un poco en la cama, vio que su esposa, una señora de aspecto bastante respetable, muy aficionada al café, sacaba del horno pan recién cocido.

P: ¿Y qué dijo su esposo ante el olor del pan?

G: «Hoy no tomaré café. En lugar de ello, tengo ganas de comer pan caliente con cebolla»

P: ¿Y eso a Usted le pareció un capicho?

G: A Prascovia Osipovna no le agradaban semejantes caprichos.

P: Pero…

G: Iván Yakovlievich cogió el cuchillo y, haciendo una mueca significativa, se dispuso a cortar el pan. Al partirlo en dos pedazos miró al centro, y con gran sorpresa vio algo que brillaba. Con sumo cuidado, introdujo el cuchillo y lo palpó con el dedo.

P: No hay nada de extraodinario en eso…

G: Iván Yakovlievich se quedó petrificado.

P: ¿Petrificado? ¿Y por qué?

G: «¡Qué duro está! –pensó para sí-. ¿Qué será?»

P: Algo tuvo que haber visto…

G: Metió los dedos y sacó una nariz…

P: Eso no puede ser, no es normal…

G: Sí, no cabía duda: se trataba de una nariz, y hasta le parecía que era de un conocido. Empezó a restregarse los ojos y a palpar la nariz. El espanto le cambió el semblante. Iván Yakovlievich estaba más muerto que vivo. Había reparado en que la nariz era del asesor colegiado Kovaliev, a quien afeitaba todos los miércoles y domingos.

P: ¿Del asesor colegiado Kovaliev? Eso sí que es raro. Pero antes díganos cómo reaccionó su mujer?

G: Le gritó furiosa: «-¡Qué bárbaro! ¿Dónde cortaste esa nariz?¡Canalla, borracho! Yo misma te denunciaré a la Policía. ¡Jesús, qué bandido! Ya es la tercera persona a quien oigo decir que cuando afeitas, tiras tanto de la nariz que no hay quien lo resista. ¿Crees que voy a consentir que haya en mi cuarto una nariz cortada?… ¡Vaya calamidad! Eres un chapucero, ¡más tonto que un leño! ¡Sácala de aquí! ¿Me oyes? Llévatela a donde te dé la gana, pero que no vuelva yo a saber más de ella.»

P: Tremenda reacción, pero qué otra cosa cabía esperarse de Prascovia Osipovna, alguien que conocemos poco. Pero sí sabemos sobre Iván Yakovlievich, hombre honrado por todos los conceptos. ¿Qué fue lo que hizo?

G: Estuvo reflexionando un buen rato, sin saber qué decisión tomar.

P: Claro. Habrá pensado en deshacerse de ella o en quemarla, o quién sabe qué. Estamos ante un suceso, como ha dicho, de lo más extraño.

G: Un hecho inadmisible. Envolvió la nariz en un trapo y salió a la calle. Tenía la intención de deshacerse de ella en cualquier sitio; en el guardacantón debajo de la verja, o dejarla caer, como por casualidad, y torcer hacia un callejón, pero, por desgracia, tropezaba cada vez con algún conocido, que le preguntaba en el acto: «¿Adónde vas? ¿A quién vas a afeitar tan temprano?» Así es que Iván Yakovlievich no pudo hallar un momento oportuno para su propósito.

P: No podría imaginarme en su lugar…

G: La desesperación se apoderó de él, sobre todo al ver que la gente iba aumentando en la calle, a medida que se abrían los almacenes y las tiendas.

P: Debía apartarse de la gente. Hay otros lugares en la ciudad para…

G: Sí. Decidió ir al puente de Isakievski. Quizás allí lograría arrojarla al Neva.

P: Acertada idea tuvo el pobre Iván Yakovlievich. No es nada fácil deshacerse en estos tiempos de una nariz. Conozco de algunas mujeres que quieren deshacerse de las suyas, aunque estoy enterándome que también los hombres. Pero qué decir de sus motivos para desesperar….Son absolutamente razonables. Usted nos dijo que esa nariz era del asesor colegiado Kovaliev. ¿Cómo es que se conocían? ¿Trataban entre sí ocasionalmente?

G:  Iván Yakovlievich era un gran cínico, y, como todo hombre formal en Rusia, ocupado en un oficio, era un borracho empedernido. A pesar de que a diario rasurase barbas ajenas, la suya permanecía siempre sin afeitar. El asesor colegiado Kovalev solía decirle, mientras lo estaba afeitando: «Iván Yakovlievich, tus manos huelen muy mal»

P: No son cosas que se dicen…

G: En desquite Iván Yakovlievich le llenaba de jabón, tanto las mejillas como debajo de la nariz, detrás de las orejas y debajo de la barbilla; en una palabra: donde le daba la gana.

P: No son cosas que se hacen…Así son los hombres de canallas. Se dice que Iván Yakovlievich arrojó por fin la nariz envuelta en un trapo al Neva. ¿Se sabe algo más?

G: Aquí el suceso queda envuelto en la niebla, e ignoramos por completo lo que pasó después.

P: Sin embargo, las cosas no acabaron acá según tengo entendido. Usted trabó relación con Kovaliev los día siguientes al 25 de marzo. Lo conocía personalmente y sabía de sus aspiraciones personales.

G: El mayor Kovaliev había ido a Petersburgo en busca de un puesto adecuado a su rango, como, por ejemplo, si la suerte le era propicia y favorecía, el de vicegobernador, o si esto no conseguía, al menos el de ejecutor de algún departamento renombrado. Tampoco tendría inconveniente en casarse, pero sólo a condición de que la novia dispusiera de una dote o capital de doscientos mil rublos.

P: Tenía grandes pretenciones por aquella época…y sin embargo…

G: … vio en lugar de su linda y bien proporcionada nariz sólo un estúpido sitio liso y plano.

P: Pobre desdichado, incompleto, deforme, por qué no traicionado…

 

***

Al escuchar estas palabras, Kovaliev no se pudo contener más. Por fin este pobre hombre tomó la palabra para darnos su testimonio. Nos pareció un acto digno de quien pretende restaurar una mortificación bochornosa en persona. No es común que los hombres confiesen publicamente los más infames episodios de sus vidas, y menos para aclararnos asuntos privados que los han humillado. 

 

***

 

 

KOVALIEV: Me vi obligado a ir a pie, envuelto en mi capa y cubriéndome el rostro con un pañuelo, como si me sangrara la nariz. «Tal vez no será más que una ilusión mía; no puede ser que mi nariz haya desaparecido así, por las buenas», pensé. Y entré en una confitería con el fin de mirarme en un espejo. Por fortuna, no había nadie, a excepción de los mozos que estaban barriendo el suelo y colocando las sillas. Algunos, con los ojos aún soñolientos… Tirados en las sillas y en las mesas se veían los diarios del día anterior manchados de café. «¡Bueno, gracias a Dios que no hay nadie! –ex­clamé para mí-. Ahora podré mirarme bien». Me acerqué tímidamente al espejo para echar un vistazo.«¡Qué porquería!» dije, escupien­do. «Si por lo menos tuviera algo en vez de nariz. Pero no hay nada». Lleno de irritación me mordí los labios y salí de la confitería.

P: Ha sido usted muy valiente…

K: Decidí no mirar ni sonreír a nadie. Y de repente quedé como petrificado.

P: Usted sin nariz, no me lo puedo figurar, privado de las proporciones naturales, amputado de las sanas disposiciones, desfigurado. Por Dios…

G: Eso no es lo peor.

K: No, es verdad. A pesar de todo seguía siendo yo mismo, inmovil al pie de la escalinata cuando un coche se paró, se abrieron las portezuelas y bajó, inclinándose ligeramente, un señor vestido de uniforme, que subió con presteza las escaleras.

G: Y cuál sería el espanto y al mismo tiempo su asombro al reconocer en él su propia nariz…

K: Un espectáculo extraordinario…Me pareció que todo daba vueltas a mi alrededor, y apenas pude mantenerme en pie.

P: ¿Y quién era ese impostor?

K: Todo temeroso, resolví esperar a que volviera a subir al coche. Y, efectivamente, al cabo de dos minutos salió la nariz.

P: ¿Su nariz? ¿Su propia nariz?

K: Faltó poco para que enloqueciera.

P: No llego a comprenderlo

G: Iba con uniforme bordado de oro, con cuello alto, pantalones de gamuza y espada al costado. Por su sombrero, con plumín, se podía deducir que era un Consejero de Estado.

P: Ustedes me están diciendo a mí que esa nariz iba con uniforme bordado, cuello alto, espada al costado, sobrero con plumín y que de aquello podía deducirse que era un Consejero de Estado. Eso es imposible, señores. No me tomen por tonto ni un minuto más. Daré por concluída nuestra conversación si es que quieren embaucarme con sus tretas mentales para burlarse de mí. ¿Qué más me dirán de esta Nariz que se confeccionó un Consejero para darse paseos por la ciudad?

G: En efecto, ¿cómo era posible que su nariz, que ayer mismo estaba en su cara y no era capaz de viajar ni andar por sí sola, llevara uniforme?

P: ¿Cómo puedo saberlo, Gogol? Ya es demasiado para mí. Si me permiten me retiraré unas horas para respirar un poco de realidad ante semejantes mentiras. ¿Qué más tiene para decirme Kovaliev? Yo que lo tomaba por honesto y honrado se me aparece como un farsante. Y Usted Gogol ¿a qué viene toda esta farsa?

 

***

Sin que nadie lo esperase, mi secretaria Angélica, taquígrafa de esta conversación, abandonando por completo la transcripción y saliéndose de su quicio, se puso a hablar.

ANGELICA: No se retire PORTER. Está usted ante un fenómeno de emancipación, como nosotras. No sé si me explico.

P: Le pido que se calle y siga haciendo su trabajo, fenómeno de emancipación..

A: Usted lo ha dicho PORTER: esa nariz, esa astuta nariz, se confeccionó un cuerpo al que ustedes están llamando Consejero de Estado, cuerpo artificial que le permitió emanciparse de Kovaliev. No es un fenómeno nuevo entre nosotros, y parece que usted no quiere comprenderlo del todo. Nariz que se hizo a sí misma Consejero. Esa es la fórmula de su verdad. Usted no le ha permitido a Kovaliev que prosiga con su relato en la Catedral donde pudo por fin entablar una conversación de lo más insólita, porque lo cierto era que conversaba con su propia nariz emancipada pero quien le daba el aire de tener un cuerpo era el Consejero de Estado. Preste atención.

K: Sí! Así fue…Hasta que, al fin, le vi en pie, con la cara completamente semioculta en su gran cuello. Y estaba rezando con devoción. «¿Cómo podría acercarme a él?», me preguntaba. Me puse a toser muy cerca del Consejero de Estado. Pero la nariz no abandonó ni por un momento su actitud devota de postración y recogimiento.

A: Cuéntenos con detalle cómo fue aquella conversación en la Catedral.

K: – ¡Caballero! -le dije, procurando cobrar ánimos-. ¡Caba­llero!

-¿Qué desea usted? -preguntó la nariz, volviéndose hacia mí.

-Me extraña, caballero…; me parece que… usted debería saber cuál es su sitio. Le encuentro a usted de repente, ¿y dónde?…. en la iglesia. Reconozca…

-Discúlpeme, pero no entiendo lo que usted me quiere decir. Explíquese…

-¿Cómo se lo explicaría?- , pensé.

 

A: Vea PORTER con qué destrato esa engrupida trata a su verdadero propietario.

P: Puedo verlo a la perfección, aunque no puedo creerlo.

A: De ahora en más tendrá usted que acostumbrarse a creer muchas cosas para las que nunca estuvo acostumbrado. Adelante, Kovaliev.

K: Entonces proseguí: –Usted convendrá conmigo en que es indecoroso que yo ande sin nariz. Cualquier frutera que vende naranjas en el puente Voskresenski puede estarse allí sentada sin nariz, pero no un hombre que aspira al puesto de gobernador. Indiscutiblemente conviene… No sé, caballero –al decir esto, levanté los hombros-, perdóneme…; pero si se digna considerar desde el punto de vista del honor y del deber…, usted mismo puede comprender…

-No comprendo absolutamente nada -me replicó la nariz-. Explí­quese con más precisión.

Caballero– dije con dignidad-. No sé cómo interpretar sus palabras… Aquí, el asunto están muy claro… ¿O quiere usted…? Pues, en fin, usted es mi propia nariz.

-Usted está equivocado, mi buen señor. Yo no tengo nada que ver con usted. Además, entre nosotros dos no puede haber ninguna clase de relación. A juzgar por los botones de su uniforme, usted debe pertenecer al Senado o, al menos, a la Justicia. Y yo soy de Instrucción Pública.

Y dicho esto, la nariz me volvió la espalda y prosiguió sus oraciones.

Yo me quedó todo confuso, sin saber qué hacer ni qué pensar.

 

A: PORTER, esta es la terrible sensatez, la cordura de los impostores, a la que estamos expuestos todos los días de nuestras vidas. Ese iluso impostor se cree real y se dirige al pobre Kovaliev con una seguridad desfachatada. Así son. Así serán. Y no le quepa la menor duda que será peor de lo que usted imaginaba. Vino a entrevistarse con Gogol sobre un suceso de lo más extraño y está empezando a comprender que va mucho más allá de lo que imaginaba y de lo que nunca hubiera querido imaginar. De ahí su reticencia para seguir escuchando, pero le pido por favor que tenga paciencia.

 

 

***

El pobre Kovaliev escuchaba la compasión que irradiaba de la taquígrafa hacia él horriblemente humillado por su descarada nariz y por ese iluso impostor. Con su mirada fija en esa mujer le agradecía que haya detenido su labor para explicarle a su jefe que este asunto iba más allá de un suceso de lo más extraño. «Ella sí, ella sí», pensaba para sus adentros. «Ella sí comprende porque es una mujer emancipada», se decía a sí mismo.

Un breve silencio se impuso hasta que Gogol explicó mejor el asunto para que Porter no abandonara el terreno de la conversación.

G: Kovaliev se volvió con la intención de apostrofar en pleno rostro a aquel señor, diciéndole que bien sabía que era un farsante, que se hacía pasar por un consejero de Estado cuando en realidad no era otra cosa que su propia nariz…

K: Sí, eso mismo quise, pero…pero la nariz ya no estaba. En ese corto espacio de tiempo en que había estado mirando a la dama se había marchado, probablemente para hacer otra visita. Y esto acabó de sumirme en la desesperación. Volví sobre mis pasos y me detuve en el pórtico, mirando cuidadosamente hacia todos los lados por ver si encontraba la nariz. Recordaba perfectamente que llevaba un sombrero adornado con plumas y un uniforme bordado en oro; pero no había reparado en la capa, ni en el color del coche, ni en los caballos; tampoco sabía si llevaba lacayo, y qué librea vestía éste. Además, pasaban tantos coches y en tantas direcciones y a tal velocidad, que resultaba difícil identificar al que conducía a la nariz. Y aun así, ¿cómo podría hacerle parar?

P: Lo lamento de veras Kovaliev. Empiezo a sentir la angustia de perder su…

A: …su humanidad…su personalidad…su honor…su dignidad…todo lo que hace a un hombre de la talla de Kovaliev frente a sus conciudadanos en San Petersburgo. Aunque por los rumores posteriores a su desencuentro en la Catedral sabemos que nunca Kovaliev perdió sus esperanzas de encontrar su nariz.

K: Nunca!

A: Usted se decidió a ir a la administración de un diario para publicar cuanto antes un aviso describiendo detalladamente sus señas personales para que todos los que la encontrasen pudieran entregársela en el acto o, por lo menos, indicarle su paradero. ¿Es así, Kovaliev?

 

K: Así es. Una vez tomada esta decisión, ordené a un cochero que fuera a la administración del diario, y durante todo el trayecto no dejé de dar puñetazos sobre la espalda del conductor, gritando: «¡Rápido! ¡Rápido! ¡Adelante, miserable!»

El coche se detuvo al fin, y, casi sin aliento, penetré en una pequeña sala de espera, donde un empleado de pelo canoso, que llevaba un frac gastado y unos lentes, se hallaba sentado ante una mesa y, con la pluma entre los dientes, se disponía a contar cierta cantidad de monedas de cobre. «¿Quién es el que recibe aquí los anuncios?»-grité. «Quisiera publicar…»

P: ¿Fue usted a poner un anuncio? ¿Qué les dijo exactamente?

K: Que se trataba de una canallada, de una estafa y que daría una buena gratificación al que me entregue a ese canalla.

P: Ahora comprendo mejor, mi querido Kovaliev, su desgracia. No es para menos su desesperación. Este mundo se está poblando de canallas que se hacen pasar por Consejeros de Estado luciendo trajes y cuellos y sombreros con plumín… Canallas disfrazados. Y usted tuvo la mala suerte de encontrarse con uno personalmente, que encima le dio la espalda porque además de canallas son engreídos. Lo extraño es que le creen más al Consejero de Estado que usted. Sospecho que ha tenido que padecer la burocracia del periódico solicitándole todos los detalles de su persona y tomándolo por loco.

K: Los sinvergüenzas me pidieron mi apellido sin saber que de esa manera podían difamarme públicamente. «¿Para qué quiere saber mi apellido? No puedo decírselo. Tengo muchos amigos, entre los que pudiera citar a la señora Tchejtareva, esposa de un consejero de Estado, o la señora Pelagia Grigorievna Podtochin, casada con un oficial del Estado Mayor… ¡Si se enteraran! ¡Dios me libre! Basta con que escriba: «Asesor colegiado», o, mejor aún, «Un mayor».

 

P: Cómo podrían entenderlo…Si se habrán burlado de usted…

 

K: A los gritos me pasé horas en esas oficinas: «Es que usted no me entiende… Es mi nariz, mi propia nariz, que ha desaparecido y no sé dónde» Creo que hasta el diablo ha querido burlarse de mí.

 

G: Lo importante del asunto es que ahora anda por la ciudad y se llama a sí misma Consejero de Estado.

 

P: ¿Se llama a sí misma? Qué insolencia, qué degradación, qué descomunal insolencia que en nuestros tiempos haya canallas que se llamen a sí mismos y crean ser lo que no son. Ya no es una mera falta de respeto; es una siniestra degradación de la que tendremos que hablar largamente en las horas que nos quedan. Es un caso especial el suyo, pero no le quepa la menor duda que estos casos irán en aumento y dejarán de ser especiales para ser definitivamente generales. Si una mera nariz ha podido tener semejante libertad de acción…¿qué no podrán los hombres y los órganos de los hombres? Casos de esta índole serán peor que los casos policiales. Crecerán más que la delincuencia. Peor que un homicida, una nariz que se emancipa en un falso Consejero de Estado. ¿De qué estamos hablando Kovaliev? Su caso es apenas el comienzo de algo más grande. Ese pruirito sublevado y sedicioso de su nariz contagiará a más de uno. Sin embargo pasarán desapercibidos…A usted lo han tomado por loco…y apenas por una nariz. No podría imaginar…no…no podría concebir cómo lo tomarían a uno que pierda su cabeza entera. Habrá canallas peores que su Consejero de Estado. Aparecerán otros mejores en sus técnicas. Se perfeccionarán. Serán dueños de las palabras y su método será la confusión. Vea que una simple nariz se hace llamar a sí misma Consejero de Estado ¿Qué podemos esperar entonces de un cerebro que tenga la osadía de desligarse del cuerpo? ¿Qué  de un estomago que tenga la ambición de liberarse del intestino? ¿Qué de una pierna que al separarse pretenda caminar por sí misma? ¿Qué de una cabeza entera que se retire para reinstalarse quién sabe dónde? ¿Qué de un brazo y de unas manos si logran moverse por sí mismas y darse nombres y profesiones? ¿Qué de una lengua que desaparezca de su boca y se ponga a dar lecciones y títulos académicos? Si su naríz, en término de horas, ha conseguido el respeto de los hombres a costa de su dignidad…¿qué será de nuestra honor el día que nuestras neuronas intenten contradecirnos? Dígame cómo es posible permanecer sin una parte del cuerpo de tal importancia y dígame cómo será posible conservar la decencia si partes más inteligentes que una nariz traman contra nosotros semejante ardid.

 

G: Aquí no se trata de un dedo del pie, que por ir dentro del zapato nadie nota su falta. Este caso es diferente.

P: No me había percatado de ello. Habrá partes que nadie percatará su ausencia pero sin duda andaremos cojos.

A: Lamento mucho que le haya sucedido algo tan curioso. ¿No quiere tomar un poco de rapé, señor Kovaliev? Quita el dolor de cabeza y la melancolía, incluso es bueno contra las hemorroides.

K: No comprendo cómo pueda encontrar oportuno el bromear conmigo de esta forma ¿Acaso no ve que me falta la parte indispensable del cuerpo para oler? ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué hice para merecer esta desgracia? Si hubiera perdido una mano o un pie, cualquier cosa sería mejor, o si me faltaran las orejas sería horrible, mas se podría, con todo, soportar. Pero un hombre sin nariz es… ¡qué diablos!, un pájaro que no es un pájaro; un ciudadano que no es un ciudadano…

A: Ni quise irritarlo Kovaliev. Usted sigue siendo un hombre que es un hombre por mayor que haya sido el desaire de su nariz. Ese Consejero de Estado no es nada en comparación a…un hombre. Es una ficción con pretensiones de funcionario…una ilusión con pretensiones de hombre…y sin embargo esa ficción se subleva. Usted es real Kovaliev. El Consejero no. Aunque hay que reconocer que lo respetan más que a usted. O que usted pasa por loco mientras el Consejero se pasea como caballero en medio de la alta sociedad. Y como ha señalado Porter, en el futuro cercano es posible que haya muchos más Consejeros de Estado más respetables que hombres de carne y hueso. Habrá farsantes que recibirán honores; impostores a quienes se considerarán eminencias; ilusos que serán venerados.

G: Suficiente, Señorita. Conviene observar que Kovaliev, a raiz de este suceso, ha quedado muy susceptible. Y nada de todo esto le interesa más que su nariz. Antes era capaz de perdonar cuanto a él se refiriese; pero de ningún modo perdonará cualquier falta de respeto a su dignidad de funcionario.

A: Entiendo perfectamente. Es increíble que la nariz haya desaparecido. Es completamente inverosímil que sucedan estas cosas. Esto es verdaderamente incomprensible. Si hubiera desapare­cido un botón, un reloj o cualquier otra cosa por el estilo…; pero, desaparecer la nariz…

P: Es completamente inverosímil que no sucedan. Y es completamente creíble que haya desaparecido la nariz y aún más creíble que haya aparecido el Consejero de Estado. Y habrá que acostumbrarse a apariciones que serán más verosímiles por ser absolutamente ilusorias. Y verá Angélica que esto es verdaderamente comprensible. Usted misma me solicitó que no me retirará. Ahora es usted la que no comprende las implicancias de este fenómeno de emancipación. Lejos de ser excepcional será la regla de oro. Será más comprensible que un pájaro que es un pájaro no sea un pájaro y que un ciudadano que es un cuidadano no sea un ciudadano…Será más comprensible, y no quiero que me malinterprete y crea que estoy diciendo que será más verdadero ni real, será más comprensible que un Consejero de Estado que no es más que una nariz incrustada en una irrealidad sea un hombre venerable y Kovaliev que es un hombre sea un idiota. Para la inteligencia de los hombres será, como le dije, más comprensible que usted no sea una mujer ni yo un hombre, y comprenderán con pleno uso de razón.

G:  Comprenderán y se interesarán por toda clase de cosas. Poco antes, el público se había interesado por los ensayos sobre el magnetismo. Además, la historia de las sillas andantes de la calle Koniujiña aún estaba reciente, así es que no era de extrañar que al poco tiempo corriera el rumor de que la nariz del asesor colegiado Kovalev se paseaba a las tres en punto por la avenida Nevski, por lo que diariamente acudía allí gran número de curiosos. Alguien dijo que la nariz se encontraba en el almacén Yunker, y pronto la gente se agolpó frente al Yunker, de tal modo, que tuvo que intervenir la Policía. Un especulador de aspecto respetable con patillas, y que vendía toda clase de pastelitos secos a la salida de los teatros, dispuso hermosos y sólidos banquillos de madera e invitó a los curiosos a tomar asiento, cobrando ochenta kopeks por asiento. Un coronel salió expresamente más temprano de su casa para verla. Y a duras penas logró abrirse paso a través de la multitud; pero con gran indignación vio en el escaparate de la tienda, en lugar de la nariz, una camisa de lana de lo más corriente y una litografía que representaba a una joven que se arreglaba la media y un petimetre con el chaleco desabrochado y una pequeña barba, el cual la observaba detrás de un árbol, cuadro que colgaba siempre en el mismo lugar, desde hacía más de diez años.

Llegado el momento, mi querido Porter, mi querida Angélica y mi pobre Kovaliev, las inteligencias de todas las personas serán muy propensas a creer en toda clase de fenómenos ultrarreales.

P: Incluso estando en su lugar nos engañarán delante mismo de nuestras narices.

A: ¿Cómo se puede engañar al pueblo con semejantes tonterías y rumores inverosímiles? En este mundo ocurren las cosas más disparatadas. A veces, sin una pizca de verosimilitud.

G: Después corrió el rumor de que la nariz del mayor Kovalev no se paseaba por el Nevski, sino por el jardín Tavicheski y que, al parecer, se encontraba allí desde hacía mucho tiempo. Chorserv Mirza habría mirado con asombro ese raro portento de la Naturaleza cuando vivía por allí. Unos cuantos Estudiantes de la Facultad de Medicina que estaban estudiando cirugía también fueron al jardín. Una ilustre y noble dama pidió por medio de una carta especial al guarda de aquel jardín que enseñara el raro fenómeno a sus hijos y, a ser posible, se lo explicara de manera instructiva y provechosa para la juventud.

K: Qué asquerosidad nos espera.

G: Todos estos acontecimientos proporcionaron una gran alegría a esos distinguidos caballeros del gran mundo, elemento indispensable de toda reunión, amantes de hacer reír a las damas, y cuya provisión de anécdotas se estaba agotando por entonces. Sin embargo, una minoría de gente respetable y bien intencionada se hallaba sumamente disgustada. Un señor incluso declaró, todo indignado, que no comprendía cómo en nuestro siglo pueden propagarse unos rumores tan absurdos, y le asombraba que el Gobierno no prestase atención a semejantes cosas.

P: Si algún día apareciera, le aconsejo que la conserve en un frasco lleno de alcohol, o mejor aún, que eche allí dos cucharadas de vodka y vinagre caliente… Podrá obtener mucho dinero por ella. Yo mismo se la compraría siempre que no pidiese demasiado por ella.

K: No la venderé por nada del mundo.

 

***

 

 

Esto sucedió el 7 de abril. De pronto, aquella misma nariz que paseaba bajo la figura de un Consejero de Estado, y que causó tanto revuelo en la ciudad, apareció, como si nada hubiera ocurrido, en su sitio, o sea entre las dos mejillas del mayor Kovaliev.

 

 




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