Farsantes que escriben…

Farsantes que escriben…

LuisXIV

                                                                                                             Acotación

Hasta tanto no queden bien zanjadas ciertas cuestiones, todo lo que concierne a la escritura y al pensamiento queda en una nebulosa de mediocridad malsana. Yo entiendo—con los años he ganado en ser cada vez más consciente de mis restricciones—que en este particular asunto estoy mezclado de lleno, y no puedo, ni debo, pasar por alto el hecho de que trato una cuestión que me toca cerca. Si criticara la mediocridad reinante, mirándola desde afuera, sería un reverendo hipócrita. Esos reverendos sobran. No voy a engrosar sus filas. Para conservar apenas algo de lucidez en esta materia, hay que verse, como señalé, verse necesariamente involucrado.

 

¿A quién no le causa tristeza el estado actual de las cosas en materia de escritura? ¿Quién no percibe con dolor que los tontos hayan ganado tanto terreno en las cosas del espíritu? ¿Quién no se espanta al ver cómo aplastan sus dedos contra los teclados sin decir nada con una tremenda necesidad? ¿Dónde ha quedado la tremenda necesidad en la escritura y el pensamiento? ¿Tuvieron que exiliarse los dioses para que emerjan tantos imbéciles que escriben lo que se les cruza por la cabeza?

 

El problema es que estos tontos importunan cada vez más rebajando todo a una sopa podrida de la que pretenden que todos beban. Es más un problema estético que moral. Afean el mundo, y es preciso darse cuenta para tomar con ellos una solución por más insoluble que sospechemos que sea. Dedicarse al robo por falta de sustento es una tarea que nace de una tremenda necesidad. Escribir sin ella es una estafa que merece la hoguera de los que escriben y de los escritos. Se me puede condenar por extremista y medieval. No me importa. Al contrario, me agrada. Ser reaccionario, en este asunto, es pertinente. La fuerza de los tontos se esconde en su buena voluntad de contribuir a la expansión de la cultura. Vaya imbecilidad de la que hay que estar bien despierto para no caer en su trampa, y en la calamidad con la que azotan impunemente. No soy un científico para dar estadísticas ni un comentarista para nombrar tontos. Soy quien siente lástima por aquellos que aún no se han sentado a leer ni a pensar. Me refiero a los muy pequeños que todavía no han entrado en la escena ni han sucumbido. La gran mayoría de los instruidos han sucumbido a este triste estado de cosas sin ofrecer la mínima obstinación para denunciarlos. Hay que padecerlos por todas partes, pues en lugar de esconderse se muestran orgullosos a todas luces. Son pretendientes que han ganado mucho terreno a las aguas arrancando de cuajo la noble tarea de escribir y pensar. Se pasean sin escrúpulos a la luz del día ofreciendo, a la publicidad, sus infames escritos cuyo tema—si es que tienen un tema—es la degradación del pensamiento. Como saben que nadie tiene el derecho de castigarlos, se lanzan al mare magnun, y creen que escriben. Ninguna necesidad los acosa realmente, ninguna obligación los apremia de verdad. Son como esos que, al jubilarse, dibujan, pintan o hacen bordados en los geriátricos. Y las buenas enfermeras los alientan.

 

¿Acaso la escritura se ha vuelto una peste maldita en manos de estos infames? ¿Por qué debería ocuparme de ellos malgastando mi tinta? Es que el asunto va más allá de ellos. Aquella infamia no se limita a sus libritos. Se transmite al mundo que cede y permite, con resignada mirada vacuna, que esto sea así. Que no hay mal en que cualquiera se siente en su máquina a escribir o pensar. Los “cualquiera” crecen como hongos, se esparcen como parásitos y entran en todas partes como cucarachas. De ahí que uno debe pararse firme y empuñar la espada de la inquisición. Es decir, de la cautelosa averiguación de quiénes son, de qué materia están hechos y cómo arrojan al mundo las maquinaciones que vuelcan en sus libros o en cualquier otro sitio para ser leídos. Todavía no sé si ellos crearon los innumerables sitios o el mundo se los ofrece para que defequen a diario las sartas de estupideces que escriben. Ya quedan pocos lugares donde no se pueda escribir. La hoja en blanco sobre un escritorio se ha vuelto un rollo infinito de papel higiénico sobre el cual se vierte cualquier cosa. Lo grotesco de esta farsa es que a nadie se le ocurre un método para remediarla. Y de eso se trata, de establecer un método—como lo hizo Descartes—nos guste o no nos guste, para identificar la farsa y el sequito de farsantes.  Obviamente nadie se dará por aludido. Además es propio de los farsantes esconderse en argumentaciones del tipo: “¿quién es Ud. para identificarnos?”, o “¿cuáles son sus parámetros para establecer un farsante?”, o “déjenos en paz, ocúpese de sus asuntos que nosotros nos ocupamos del nuestro”. Lamento advertir que han ganado tanto terreno que hasta saben argumentar con maestría su defensa. Ese es uno de los puntos cruciales para identificarlos. Se atribuyen derechos: “¿Por qué no me estaría permitido escribir?” “¿En qué lo perjudico, señor?”. Se han vuelto demasiado inteligentes, y saben más de leyes y derechos que de otra cosa. Es como si dijeran: “¿por qué me prohibiría Ud. que tenga un televisor en mi casa?”.

 

Estos infames se han dado cuenta que se deben invertir los términos del problema. Invocan la voluntad permisiva. ¿Quién no les permitiría cumplir con ese oficio? Dios no quiere el mal, lo permite. Tras esa concepción teológica es que se multiplican y se sustentan. Sin saberlo conscientemente, disimulan la farsa en la permisividad.          ¿Pero qué sucede cuando, uno como yo, no sólo se ha fastidiado de esa farsa, cuando se ha percatado de su siniestro disimulo, cuando ya no los soporta más? ¿Qué sucede cuando de la tristeza de ver semejante estado de cosas en el mundo del espíritu, se quiere pasar a la acción para erradicar semejante “espantosa ignorancia activa” como decía Goethe? No soy tan ingenuo para querer emprender semejante tarea. No soy ecologista ni pretendo eliminar la contaminación de la que estoy envuelto. Querer pasar a la acción, ante semejante desastre, me deja paralizado, inmóvil. No es por este flanco que debe arremeterse. Sería caer en su astuta trampera. “Su escrito es uno más entre tantos y Ud. cae en la misma bolsa que lo que denuncia. Es uno de los nuestro”. Es cierto, muy cierto, que hay que estar sumamente atento a la crítica. O mejor dicho, la crítica no sirve para nada. Ha sido bastardeada por la farsa. Se han desmantelado los críticos. Una batalla ganada por la farsa que escribe cualquier cosa: matar a toda cabeza lúcida que haga una crítica mortífera que impida que una editorial publique un escrito. Proust no hubiera tenido ningún inconveniente hoy. Todo lo contrario, se lo hubiese publicado sin siquiera haberlo leído. Esa es otra batalla ganada por la farsa: que no se lean los manuscritos. Simplemente las editoriales encargan un libro al año al escritor de dividendos, se le paga por adelantado y todo sale como pan caliente al mundo de las librerías. Johannes Gutenberg está aterrado en su sepultura, eso me han dicho.

 

Los libros, en los albores de la edad media, eran publicados a través de los copistas, monjes honorables en su sigilosa tarea. Copistas, imitadores de signos que en muchas ocasiones no entendían lo que escribían, pero el encargo provenía de tutores de reyes. Gutenberg consiguió un aparato funcional para publicar. Pero fue el estafador de Peter Schöffer quien terminó el trabajo que inició su maestro y las primeras Biblias fueron vendidas rápidamente a altos cargos del clero a muy buen precio. Pronto empezaron a llover encargos de nuevos libros. La urgencia de la ejecución fue sin duda el elemento estrepitoso de su expansión, ya que, antes de la imprenta, la publicación de un solo libro demoraba años.

 

Eso fue el comienzo de lo que hoy es una plaga, no del libro en sí, sino de los farsantes que escriben bajo el yugo de la urgencia de los editores, y del festín narcisista que los embarga, tanto a unos como a otros, sin mencionar la circulación monetaria que eso implica, por grande o pequeña que sea. Es más que evidente que el negocio se los tragó a todos. Y sobre todo se tragó la escritura, el pensamiento, el espíritu, o en todo caso se tragó el discernimiento de la farsa. Cuando se pavonea por todas partes es casi imposible identificarla. No se ve un elefante verde cuando hay miles de elefantes verdes por las calles.

 

Sin embargo, con todo el respeto debido, debo retomar aquello señalado anteriormente: establecer un método para identificarlos con el modesto fin de comenzar a arrinconarlos, tal como se arrincona a un niño que se porta mal en el colegio y es sometido a la vergüenza de sus compañeritos. Eso es: agacharles la cabeza sometiéndolos a la vergüenza pública.

 

¿Pero acaso tiene derecho a hacerlo alguien como yo que casi no ha escrito sino lo que tiene guardado en sus cajoneras? ¿Apenas un desocupado lector? ¿Casi nadie, digamos? ¿Tiene derecho un analfabeto a emprender semejante rebajamiento de cabezas y avergonzar a los farsantes? ¿Cómo que no, si estos tontos invocan derechos por todos los rincones? ¿Pero quién se dará por aludido? ¿Nadie? Ese es otro ardid de los farsantes. “Todos los demás, o los varios demás, menos yo”, dirán. El asunto es complicado. Cabe la pregunta: ¿por qué yo no sería uno de ellos?     ¿No estoy yo también bien metido en la trampera, y escribo con ellos a la cabeza? ¿Puedo sustraerme a la mugrienta cosa que denuncio? ¿O al hacerlo caigo en la trampa y entonces callar sería mi obligación?

 

De ninguna manera, mis imbéciles farsantes. Primero, saben bien quiénes son. Segundo, creen que nada se puede hacer contra su alma embustera. Tercero, esta creencia la tienen garantizada porque no sólo la publicación de libros funciona de este modo, sino que toda producción funciona del mismo modo. El mundo los ampara, señores. Y como todo se mezcla, un libro se produce como un peluche, se exhibe como un televisor, se vende como mermelada, se lee como se mastica una hamburguesa y se lo reemplaza tan rápido como pedo de ganso. Pase el que sigue…Así como un editor se ha vuelto un empresario, un librero un vendedor, un libro una ganancia, del mismo modo un escritor se ha vuelto una patraña. Oh! ¿Acaso generalizo a la ligera? ¿No habrá, mientras escribo, en algún remoto subsuelo un Fiódor Mijáilovich Dostoyevski? Sin duda que sí. Pero si está, no estará en el subsuelo. Debe estar en el quincuagésimo subsuelo, por pudor, aferrándose a sus manuscritos con desesperación para que nadie se los saque de las manos. ¿No habrá un Franz Kafka pidiendo que incendien de una buena vez sus obras? Sin duda que sí. Pero reclamado que lo incendien a él también. ¿Y un Proust tapiado en su cuartito de corcho? Sin duda que sí. Pero tapiado con acero, mármol y titanio para que nada pueda contaminarlo de afuera y acelerando aún más su trabajo para morir antes de la primera edición. Si antes se mantenían a cierta distancia del mundo, ahora deben estar trabajando completamente fuera del mundo, quién sabe dónde.

 

 

Ahora sí, corto y al grano. Al método. Dado que identificarlos resulta insoluble y ninguno se dará por aludido, cortar por lo sano es lo más adecuado. Mis queridos farsantes, el caso no está en sus cabezas. Lamento comunicarles que el mal de la época a todos nos arrastra las cabezas, vaciándolas de substancia y contenido para escribir, que ya no es la necesidad de escribir la que violenta el estómago sino la de escribir simplemente para ser publicado. Ateniéndome retroactivamente al Código de Hamurabi que establece que “quien roba sin ser visto será castigado pagando dos o tres veces lo robado”, pero “quien roba in fraganti y sus manos se ven con el objeto robado se le cortarán las manos”. “Si un arquitecto hizo una casa para otro, y no la hizo sólida, y si la casa que hizo se derrumbó y ha hecho morir al propietario de la casa, el arquitecto será muerto.”

 

Con esto es suficiente. Tendrán que esconder bien sus manos para conservarlas (y seguir escribiendo o robando, da lo mismo), y si un libro no es sólido, haciendo morir el espíritu del lector, el escritor será muerto. Pero como esto último es casi imposible de comprobar, que quede en el criterio de cada uno si hace bien su libro, porque tarde o temprano esa publicación terminará derrumbándose como una casa sobre el que escribe, aplastándolo como cucaracha que es. Adieu, mis farsantes. Y sepan que no me ofenden si me defenestran implorando su buena voluntad, su empeño, su disciplina, su libertad de expresión, su pasión, su estilo, su escribir bien, su cultura, etcétera. Todo eso no es nada cuando escribir es una desesperada necesidad de las entrañas. Puro hambre. Sólo he escrito para intentar evitar la incesante sucesión de inservibles libros, y para que la cosa se haga más soportable, sabiendo que se trata de un caso insoluble entre tantas farsas vigentes y con derechos.

 

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