Indignaciones inútiles

Indignaciones inútiles

         

La Pasion de Juana de Arco

         Indignarse contra el cotidiano estado de las cosas, desde cómo gobiernan los políticos hasta cómo se deja en libertad a un criminal, fue siempre una obscena costumbre de intelectuales y de la gente común. Solicitar justicia, castigos, derechos, libertades, verdades, culpables, mejorías salariales, más educación y salud, etcétera, que se claman a diario, no son más que caprichos, insensateces infantiles. Espantarse por el estrangulamiento de una niña de once años no deja de ser también una trampa de las neuronas. Al fin y al cabo, no son más que reacciones psíquicas. No quiero ofender a los que se espantan sino advertirles que de ese modo se halaga al estrangulador y se incita a otros a seguir los pasos del anterior, perfeccionarlos inclusive.

 

          La realidad de los hechos es inmodificable, no en sus formas sino en sus raíces. Los laicos gobernantes de hoy comparten con el clero medieval, con los señores feudales y con toda la gama de opresores y poderosos de la historia humana, un denominador común: la torpeza, en todos sus grados, maneras, formas y modales. Y los torpes tienen esa esplendida tiranía de la peste: contagiarla a los que oprimen con el fin de evitarse mayores problemas. El encadenamiento de torpezas, que se desliza desde el sillón presidencial hasta la silla más indigente de una casucha de villa miseria, desde el sociólogo hasta el verdulero, termina apestando, enfermando, denigrando y gentilmente esclavizando.

          La torpeza es ante todo una desgracia dosificada según el dinero que se tenga para disimularla mejor. Y es todo lo contrario de la sutileza. Tan torpes son las manipulaciones que se urden con el bastón de mando como las que se pagan con tarjeta de crédito, las que trabajan la tierra, mueven fábricas, injurian a gobernantes, reclaman viviendas, como las que desean que haya justicia, etcétera. Así estamos: gentilmente esclavizados, de pies y manos… y sobre todo de la cabeza. Porque cuando falla la cabeza, fracasa todo. Por eso, las leyes que se promulgan, las acciones de Estado, los intentos de mejoría, todas las solicitudes y rabias, son fracasos pronosticados. Nada de ésto es nuevo. Inadecuadamente, algunos le achacan al capitalismo lo que, bajo el manto de otras formas, siempre existió sobre la tierra: que los pocos torpes de arriba contagian su torpeza a los muchos de abajo. Cuando no es Dios, es el Estado; cuando no es el Estado, son los Negocios; cuando no son los Negocios, es el Hambre; cuando no es el Hambre, es el Robo; cuando no es el Robo, es el Crimen, etcétera. Literalmente, un presidente no es menos torpe que un criminal, o mejor dicho, un presidente es tan criminal como un criminal puede acceder a la presidencia. Y no hace falta que mencione nombres porque no ha habido, a lo largo y ancho de toda la historia, un gobernante que no haya mandado a matar, o que no haya matado de hambre, o que no haya declarado guerras criminales.

 

          Ciertamente Juana de Arco o Giordano Bruno o el Marqués de Sade, por mencionar sólo tres espíritus sutiles, no sucumbieron a esa torpeza hasta que la hoguera o la cárcel pretendió reducirlos. Pretendió. Pero no más que eso. Porque si seguimos el razonamiento, es descabellado suponer que los torpes de arriba puedan contra los pocos sutiles de abajo aunque los quemen, torturen, encarcelen o directamente maten. Ni siquiera bien quemados dejan de estar entre nosotros observando lo que pasa alrededor, y sobre todo dentro de nuestras cabezas. Acaso sería más favorable entonces inspeccionar nuestras cabezas con más cuidado que el que prestamos a nuestros espantos y reclamos, sin esperar nada a cambio. Porque hoy en día, sobre todo las madres se preocupan más de los piojos en los prolijos peinados de sus criaturas que en la mierda donde tienen metida la cabeza. Mierda que desparraman en los colegios, difunden en la TV, dispersan en los juegos electrónicos, exhiben en las películas 3D, etcétera. Y a fuerza de caminar entre la mierda no cabe duda que los movimientos se harán cada vez más y más torpes. Pero claro, es cada vez más laborioso desembarazarse de la mierda que cómodamente pasarla inadvertida o atribuirla generalizadamente a los otros.

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